para el trabajo de Esther 1

Las Tunas.- Tengo una amiga cuya hermana lució, orgullosa, durante casi todo el embarazo, un juego de siete roponcitos “de afuera”, que incluían baberos y shorts. Cada uno era de un color distinto y tenían escritos los días de la semana, muy bellos, con letricas coloridas. Ella estaba segura de que así vestiría a su bebé, con la fecha correcta, durante las mañanas.

Tres domingos después del alumbramiento, cuando me disponía a probar el aliñao, noté que el angelito lucía, glamoroso, el ropón del lunes, el short del sábado y del babero, mejor ni les cuento. La bisoña mamá resultaba un mar de ojeras, greñas y traspiés; y una felicidad extraña le alumbraba el rostro cuando me dijo: “¿Qué día es hoy?, creo que lo vestí al revés”, y siguió andando. Entendí, en ese justo momento, que el camino de la maternidad tiene recovecos para los que nadie nos prepara.

para el trabajo de Esther 2Con el paso del tiempo, y la llegada al mundo de mis propios hijos, ese aprendizaje se ha hecho mayor. Ya no me fijo tanto en los niños que forman berrinches en medio de la calle, miro más la cara de las mamás, pura “poesía”; ya entiendo a las que guardan hasta la más minúscula de las galleticas en el bolso y, mientras lo hacen, sonríen; y soy capaz de atender, como si fuera conmigo, la sarta de “cuídate, mira al cruzar la calle, cómete toda la merienda, que la maestra no me dé quejas…”, una suerte de meme cotidiano del que se ríe uno distinto, en dependencia de si se tiene descendencia o no, lo aseguro.

Y sí, son de armas tomar los muchachos de hoy en día. Fíjese usted que, a cierta escuela tunera, vi llegar a una mamá en bicicleta, con un tinte a medio poner bajo el sol intenso del mediodía, porque había recibido un mensaje de su pequeño de 9 años de edad, diciendo: “Necesito que vengas a recogerme ahora, la maestra se tiene que ir y nadie puede cuidarnos”.

Cuando llegó al aula, ella, madre cubana, se dio cuenta de que su angelito había metido el celular en la mochila y estaba tratando de irse temprano usándolo como arma de combate. La docente, ajena a todo, miraba a aquella mujer sudorosa y desaliñada que tenía delante, cambiando de color cual camaleón humano y cuya voz, apenas audible, le dijo al retoño: “Dame el celular, en la casa hablamos, vengo a buscarte a las 4:20”. Humm… como pelea a la salida de la escuela: pobrecito.

Recuerdo, mientras alisto estas líneas, a cierta niña que despertó una mañana con un fuerte dolor de oídos. Su progenitora, no muy ducha en esos asuntos, terminó en el Hospital Pediátrico con el credo en la boca, porque la pequeña insistía en que no escuchaba nada y le dolía un montón.

Solo cuando tuvieron a la doctora delante, la infante confesó que a ella no le pasaba nada, pero a un compañerito de prescolar sí, y él le había explicado que los médicos de los oídos no usan jeringuillas, eso le pareció muy bueno y quiso conocerlos.

La atónita madre primeriza, que nunca antes había valorado la posibilidad de usar una chancleta en la educación de su prole, allí, rodeada de equipos médicos y ante la carcajada estrepitosa de la galena por tamaña ocurrencia, lo valoró, por primera vez en su vida. Y tuvo que venir la abuela al rescate porque la ira fue tanta que no se atrevió a salir de aquel hospital andando en bicicleta.

Las mamás volvemos al asunto de los trabajos prácticos; aprendemos códigos comunicativos de un tiempo que nos preña de palabras raras, música estrepitosa, series que nunca vimos en la infancia y un montón de cosas que, de a poco, nos vuelven personas nuevas. Si hace falta, agarramos el dinero ahorrado para el rímel y compramos dipirona y mebendazol y siempre, cuando el destino nos pone cualquier desafío delante, pensamos en ellos primero, a más no poder.

Algunas husmeando el celular en busca de algo que les haga ver que todo no está bien; otras, rezando para que los lazos del diálogo no se rompan y todas, empeñadas en que entiendan que el camino nunca es de rosas y hay que andarlo entero, sin miedos ni desatinos.

Es dura la tarea hermosa de mamá; asusta, encandila, alborota, transforma, nunca acaba; sin embargo, en un momento de paz, esa suerte de remanso que los hijos regalan a cualquier edad cuando están absortos en algo que les gusta o dormidos a piernas sueltas, siempre decimos: “¿Qué lindos, verdad?, ¿qué angelitos así, tan tranquilos?”.

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