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Las Tunas.- Magda es un círculo verde en mis horas de chat. La vorágine de mi trabajo y su posición casi siempre detrás de un volante, limitan nuestra comunicación a monosílabos y abrazos desfasados. Hacía mucho que no compartíamos historias como antes, cuando ambas éramos solo dos jovencitas en un pueblo pequeño. Pero la llegada del 14 de febrero hace que una se saque de las entrañas las cosas que echa de más o de menos en su vida.

Magda cuelga muchas fotos en sus redes sociales. Casi siempre en una pose muy atrevida y mostrando el rostro blanquísimo, sin huellas del tiempo. Sonríe bastante y la mayoría de las veces está con amigos. Comparte chistes y publicaciones divertidas, pero de vez en vez se le escapan alusiones a que “una puede estar sola rodeada de gente y aunque alguien le lleve del brazo”.

En el Preuniversitario comenzó su primera historia de amor con un muchacho típico, de esos que tienen bien claro que ser fiel y considerado crea una pésima reputación en las becas. A ella no le fue bien los primeros años, pero de algún modo rebasaron la etapa y cuando yo volví de la Universidad se habían casado y tenían un proyecto de vida sólido para compartir.

Ambos se dedicaron a trabajar por cuenta propia. Magda se especializó en arreglar pelos y hacer iluminaciones y prosperó bastante en comparación con sus días de adolescente, de hecho logró hacerse de una casita confortable.

Me cuenta que en algún punto la “suerte” le tocó la puerta. Una prima suya que vivía en Europa le dio el correo de un extranjero, un cincuentón con una posición económica bastante desahogada que buscaba una muchacha más joven con quien desafiar los climas helados.

Fue su esposo quien le propuso escribir el primer mensaje y le acercaba el teléfono para que hablara con el “viejo”. Él también la acompañó a recoger los primeros euros que tuvo en su mano. Recuerda que al principio no tenían conflictos, era como un juego, pero cuando el hombre viajó a Cuba para conocerla, entonces “todo se complicó” y comenzaron a llamar las cosas por su nombre.

No recuerda el momento exacto, mas su compañero no lo aguantó. Una cosa era escribir correos y otra muy diferente compartir a su mujer. La puso a escoger y ella decidió probar suerte en Europa. Un año después Magda pisó el aeropuerto de Berlín con el pecho henchido de la emoción y los ojos absortos ante la inmensidad del Primer Mundo.

Mas, el cuento de Cenicienta no terminó como ella esperaba. Con el tiempo comenzó a odiar los tonos grises, el idioma extraño y la comida insípida, y la respiración que tenía constantemente detrás de su cuello.

Magda tiene cientos de líneas en el chat que describen su infierno de vida, la tristeza que engendra el hecho de venderse, el asco infinito que sintió, incluso, hacia sí misma; el desánimo que un ser humano es capaz de experimentar cuando se ha saciado de comer todo lo que siempre quiso, de visitar los lugares soñados y de tener un clóset lleno de ropa por gusto.

Un lustro después ella logró separarse del “viejo”. Consiguió una renta, un buen trabajo e, incluso, tuvo por primera vez una cuenta de ahorro. Encontró otras parejas, cambió hasta de estado, pero nada sólido se ha cruzado en su camino. A la fecha solo lamenta no haber tenido hijos.

De alguna manera masoquista asegura que no logró superar la historia de amor o desamor que dejó en Cuba. Se cuestiona qué hubiera sucedido si su prima no le hubiera dado aquel correo o de haber tenido el valor de romperlo a tiempo. Otras mil interrogantes llegan a su mente, aun cuando sabe que no poseen ya ningún sentido.

A Magda le he enviado estas líneas y dio su autorización para publicarlas. Me cuenta que la hice llorar y que “el trueque de amor por dinero le ha costado 15 años, los mejores de su vida, que ojalá pudiera volver atrás, pero es IMPOSIBLE”. Y en estas mayúsculas me temo que está explícito el carácter definitivo de su condición.

Magda es otra vez un círculo verde en mi chat. Parece que la llegada del día de San Valentín saca a relucir viejas heridas, ojalá sea también el escenario para tomar mejores decisiones, que al menos no cuesten tres lustros de soledad.

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