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Las Tunas.- Muchas historias de buenos maestros se esconden tras las puertas de una casa tunera, allá en la calle Coronel Reyes, en el reparto Primero.

Eso lo saben muy bien Xiomara y Antonio, con sus 48 años de matrimonio (algo que se dice más fácil de lo que se logra, por cierto) y la prole que les fue creciendo mientras revisaban cuadernos, ensuciaban las ropas con el polvo de las tizas y anotaban en los registros desoyendo a los muchachos que escudriñaban alrededor, expectantes.

Se conocieron en Gibara, porque Antonio es de allá, y ella, en ese peregrinar docente que la ha movido por tantas partes sin soltarse de sus raíces, estaba de visita de trabajo en la escuela donde él impartía clases. No me contaron los ecos del primer encuentro, pero la mirada cómplice de ambos y las sonrisas con que me descubrieron aquella fecha lejana dicen que sí, todavía el amor los circunda.

Y un día, tras los primeros encuentros, descubrieron que ambos son alfabetizadores, otra de las complicidades que les rondan y les hace entender sin que sea preciso decir mucho, lo que el otro verdaderamente siente cuando asegura que sí, “el magisterio es la mejor elección de la vida”.

ELLA

educadores2Xiomara tenía 11 años y apenas el quinto grado vencido cuando llegó aquello de la Campaña de Alfabetización a sus oídos. ¡Claro que formaría parte! Y si no hizo más, como irse a los campos con la cartilla y el manual, fue porque sus padres pusieron coto a tanto desenfreno. Imagínese usted, tan chiquita y en aquellos trotes.

Entonces Xiomara se volvió parte del numeroso grupo de alfabetizadores populares, que se quedaron en los pueblos para repartir saberes entre los tantos analfabetos que hallabas en todas partes, con ganas de salir de la sombra y aprender.

Le tocó dar clases en un tejar que estaba al final de la calle Rubí. Y ahora se dice “eso es ahí mismo”, pero en aquellos tiempos no, esa era zona apartada con apenas unas pocas casas y una miseria que mejor ni contar.

Allí la esperaban puntuales dos muchachas, mayores que ella y repletas de alborozo. Ahora sonríe porque recuerda la tarde en que llegó más temprano de lo habitual y las halló maquillándose para recibir a la maestra. Ya estaban listas y bañadas; entonces agarraban con mucho cuidado cenizas del carbón en la punta de los lápices y se pasaban por los ojos, así se maquillaban en aquella época quienes nada tenían para sí.

La experiencia le avivó la vocación. Y entonces se fue a Minas de Frío, en 1965, para estudiar lo necesario y sí, también es del grupo valiente de los Makarenko. Ha sido metodóloga, jefa de ciclo, directora de escuela, subdirectora, pero todavía se emociona cuando ve las imágenes de Fidel Castro en la Plaza de la Revolución aquel día maravilloso de diciembre a fines de 1961.

“Cuando le preguntaron a Fidel: '¿Qué otra cosa tenemos que hacer?', y él dijo: 'Estudiar, estudiar, estudiar'; en ese momento, Fidel definió mi vida. Y yo siento el privilegio de ser de la generación que creció al lado del Comandante. Todo lo que él nos pidió lo hicimos con orgullo, con responsabilidad”.

Un día, años después, quizás peinando sus primeras canas ya, llegó hasta el Museo de la Alfabetización, en La Habana. Se detuvo entre los papeles e hizo más de una pregunta, emocionada.

Sintió gratitud y mucha, cuando advirtió el celo con que este país cuida esa historia, que es la suya. Y eso porque ahí estaban, prestos a ser consultados, hasta las planillas con la firma de los padres para que sus hijos se sumaran a la Campaña, organizados por municipios, por provincia. “Alberto estaba ahí, y el albergue donde se quedaba, la zona donde alfabetizó, todo. Es el número mil y pico de los 'Conrado Benítez', no recuerdo ahora el dato exacto, pero lo tengo anotado en una agenda. Me dio un salto cuando lo leí. Le traje esa alegría cuando regresé a la casa”.

ÉL

educadores4Alberto alfabetizó en Yamagual, y aunque ahora el lugar pertenece al municipio de Rafael Freyre, antes era de Gibara. Tenía cinco campesinos a su vera, entre los de la casa en que se quedaba y los vecinos; lucía entonces los 14 años cumplidos y un sexto grado que, de seguro, era la envidia de sus discípulos.

Ayudaba lo mismo a sembrar que a arar la tierra o cualquier otra cosa que hiciera falta, sin miedo. Y recuerda que de los cinco alumnos uno era semianalfabeto, porque sabía leer, pero no escribir y ese, ¡Dios mío, qué manera de dar trabajo para aprender!

Tampoco olvida aquel diciembre de hace 60 años. Lo cuenta y la vista se le pierde en algún sitio muy íntimo en el que abundan amigos que no conozco y anécdotas que descubro tras una sonrisa amplia, que no se le borra de la cara en el resto del diálogo, empecinada.

Salieron para La Habana en un tren de caña y así hicieron igualmente el viaje de regreso, con salida de la capital un 23 de diciembre a las 11:00 de la mañana y llegada a Holguín dos días después, a las 11:00 de la noche; pero felices.

Todos los habaneros que encontró querían tener a un brigadista Conrado Benítez en la casa; por eso le tocó ponerse de último en la fila para irse escabullendo entre los muchachos y no ser notado. Y eso, porque le parecía mucho más atractiva la idea del grupo junto, en cualquier lugar.

Y así llegaron hasta un albergue en el mercado único de La Habana para vivir una semana inolvidable. Era la semana del brigadista, por eso disfrutaron en las calles capitalinas de múltiples privilegios.

“La gente nos agradecía en cualquier sitio y todo era gratis. Imagínate, todos jovencitos, la mayoría no había estado nunca en La Habana. Una noche llegamos a lo que era Radio Centro (hoy cine Yara) y las mismas personas que esperaban nos pasaron primero, sin cola. Aquello era increíble”.

Durante 40 años él dedicó sus desvelos al Sistema Educacional cubano, desde dentro; casi todos en la complicada Secundaria Básica. Y eso, también lo dice con una sonrisa. Ahora está jubilado, pero sí, valió la pena.

YANELIS, LA CONSECUENCIA

educadores37057El día en que Yanelis le dijo que iba a ser maestra, Xiomara no lo acogió con la sonrisa que su retoño esperaba. Y no porque tuviera recelo de que la hija siguiera sus pasos, sino porque la madre sabía la entrega que se precisa para ser maestro y, por eso, le exigió sin sutileza la certeza absoluta de la vocación.

Era casi el último día para entregar la boleta y la muchacha no terminaba de hacerlo. Porque siempre que hablaba el tema en la casa le decían: “¿Tú estás segura?, aquí hay que estudiar y tú te has pasado la vida viendo a tus padres estudiando y trabajando, sin descanso”. Pero ella se decidió.

Y entonces comenzó a andar su propio camino. Claro, nunca ha faltado quien le diga: "¿Tú no eres la hija de Xiomara y de Alberto?", queriendo marcar sus pasos y hasta quizás, alguna decisión importante con la idea terrible de los referentes cercanos vistos como inquisición. Pero no, no lo logran. Ella sabe de dónde viene, pero también hacia dónde quiere ir.

Se decidió por la Educación Superior, un camino que no es el habitual entre los maestros de la familia (que, por cierto, también son los tíos, los primos y otros más); y ya lleva años como profesora de Inglés y hasta cumplió cuatro de ellos trabajando en Angola, en una universidad pública, en la que encontró a muchachos llenos de ilusión que trabajaban hasta el cansancio para poder mantenerse ahí. ¡Y era una universidad pública!

Es la conciencia de un gran amor; de uno que no lleva focos, pero sí la compañía de una vida entera. Que la hizo crecer entre uniformes y exámenes que, quizás, se calificaban en la casa, cuando ya era la hora del sueño. Una familia de maestros, cuya continuidad Yanelis marca, para bien.