
Las Tunas.- La entrevisté en su casa cuando ya ella transita por la octava década. Toqué a su puerta y vino hacia mí, entre confundida y curiosa. ¿En qué puedo servirle?, me preguntó, humilde. Cuando le hice saber mi intención, sonrió y me invitó a pasar. Ella, que tanto café despachó durante décadas en la cafetería Oquendo, se excusó con un "disculpe, señor, pero ni café tengo para brindarle".
Claudina Acosta Yánez era muy joven cuando a inicios de los años 60 trabajó como sirvienta en el antiguo hotel Plaza. Allí se mantuvo hasta la (absurda) demolición del querido edificio. Al quedar sin empleo, le propusieron ir como dulcera para la vecina cafetería Reymar. Aceptó, aunque no permaneció allí mucho tiempo. La cercana cafetería Oquendo tenía problemas y buscaban a alguien que la organizara. Hablaron con ella, pero se negó. "¡Es que no sé trabajar con cafeteras de vapor!", se defendió. Insistieron y la convencieron.
Aprendió rápido. "La cafetera tenía un tubito por donde salía el vapor, y eso hacía hervir la mezcla de café, azúcar y agua. Cada colada daba unas 20 tacitas. Cuando se rompió hubo que hacer café con un colador grande y un 'payaso' del mismo tamaño". Una amiga le enseñó. "Mira, primero hierves el agua en un cubo, le echas el polvo para que suelte la tinta, agregas el azúcar y finalmente lo cuelas. ¿Viste qué fácil?". Al principio trabajaba sola por el día. Después contrataron a alguien para el horario de la noche y la madrugada.
"El dueño de la cafetería Oquendo era Ramón Nieblas, que residió en Victoria de las Tunas durante muchos años y luego emigró a Puerto Rico -recuerda. Su casa quedaba en la parte trasera de la cafetería, separada por una pared. Cuando las intervenciones de los negocios privados, el suyo lo intervinieron. Aquello no le gustó, y quiso desquitarse. Una mañana me llamó y me dijo bajito: 'Escucha, cuando no quieras trabajar, rompe la cafetera, ¿entiendes? ¡Rómpela!'. Le dije que no. Soy una persona decente y no me presto para eso. ¡Yo había ido a trabajar, no a sabotear! No volvió a hablarme del tema".
En unas pocas semanas la "Oquendo" cobró renombre en toda la ciudad. Tanto que provocó celos en otras dependencias del mismo giro. Claudina asegura que no hizo nada especial para ganar clientela. ¿Sería la calidad del café? ¿O su buen carácter? "Bueno, eso no lo sé -responde con modestia. Yo echaba el polvo y el azúcar que llevaban las coladas y trataba a todos por igual". Y acota que diariamente pasaban por allí cientos de personas. Cuando llegaba por la mañana ya había "cafeteros" esperándola para que abriera el local.
"En la 'Oquendo' tomaban café personas importantes de la ciudad -asegura. Pero también gente humilde, como viejitos y deambulantes. Uno al que le decían Sapi Sapi era punto fijo. Cuando llegaba me daba un jarrito que siempre estaba sucio. Yo se lo lavaba y le echaba un buchito. Él me lo agradecía con los ojos. También eran habituales los choferes de las guaguas. Parqueaban, se bajaban un momento, se tomaban una tacita y hasta llenaban sus termos para el camino. El entra y sale de personas en aquel local tan pequeño era permanente. Fíjese que un cartucho de 10 libras se terminaba rapidísimo".
Claudina se jubiló cuando cumplió 60 años. Ya era tiempo de descansar, pues el desgaste era grande. Además, estaba la familia. "¿Cafetera?", le pregunto. Y, para mi sorpresa, responde: "¡No tomo café!". Vuelvo a las andadas para indagar si recuerda a la "Oquendo". "Pues claro, ¡fueron muchos años allí! A veces vienen a mi mente el cartel lumínico que tuvo y la gente que esperaba por las coladas. Pero hace mucho tiempo que no voy por aquella zona".