
Las Tunas.- Nunca les he prestado atención a los horóscopos. Quienes creen a pies juntillas en sus profecías tienen todo el derecho a hacerlo. Pero, en lo personal, me parecen frivolidades nada merecedoras de ser tenidas en cuenta. Admito estar al corriente de que mi signo es Sagitario porque nací el 18 de diciembre. Pero mis luces sobre el tema solo llegan hasta ahí. Sin embargo, el 7 de mayo del año 2002 me ocurrió algo curioso mientras cumplía misión periodística en Guatemala. La columna zodiacal del diario capitalino Prensa Libre me predijo lo siguiente: “Hoy recibirás una sorpresa increíble que te hará emocionar”. Con toda franqueza, debo admitir que… ¡acertó!
Aquel día me fui con uno de nuestros médicos hasta una aldea extraviada entre las montañas del Quiché. “Aquí con los indígenas vive un hombre que dice ser cubano”, me comentó el galeno al llegar al villorrio. Lo miré, incrédulo. “Repite eso”, casi le exigí. Lo hizo, y a partir de ese momento no tuve cabeza para más.
Lo acribillé a preguntas: “¿quién es?, ¿dónde vive?, ¿puedo verlo?, ¿cómo se va a su casa?, ¿podemos ir ahora mismo?”. Un lugareño que nos escuchaba se ofreció amablemente para llevarme. Le tomé la palabra y, luego de caminar un centenar de metros, me mostró una casa humilde de techo de palmas y paredes de barro.
-Llegamos -dijo. Ese que está en la puerta es Cipriano.
Ante mí tenía a un hombre de unos 75 años, escuálido, alto y todavía bien plantado. Vestía camisa de mangas largas dobladas hasta los codos. El rostro curtido por el sol mostraba una barba escasa y descuidada. Sus ojos denotaban un agotamiento colosal. Se tocaba con un sombrero blanco ceñido al centro por una banda de gruesa tela. De su hombro izquierdo colgaba un morral indígena multicolor. Me miró con extrañeza cuando me le aproximé. Le tendí la mano y me la estrechó. Las primeras frases intercambiadas fueron más o menos de este tenor:
-Buenos días.
-Buenos días.
-¿Cómo está?
-Bien, ¿y usted?
-Bastante bien, gracias.
-No hay de qué.
-Me han dicho que usted es cubano.
-Sí, nací en Cuba.
-Ah, pues entonces somos compatriotas, porque yo también soy de allá.
-¿No me diga?
-Sí, soy periodista y ando de recorrido por Guatemala.
-Pues bienvenido.
-¿Y de qué parte de Cuba es usted?
-De la provincia de Oriente, de Victoria de las Tunas...
El corazón me dio una voltereta. Me sentí sacudido por una emoción difícil de describir. ¿Había escuchado bien o me traicionaban mis oídos? ¿Coterráneo mío aquel individuo? No, ¡demasiada casualidad! ¿Cómo explicar su presencia en una cordillera centroamericana, a casi dos mil metros de altura? ¿Desde cuándo había abandonado el terruño? ¿Qué hacía viviendo en una aldea indígena? Sencillamente desconcertante. El viejo se dio cuenta de mi confusión y acudió en mi ayuda. Me asombró la coherencia con la que esclareció las circunstancias en las que llegó al país.
-Me llamo Cipriano Almaguer Peña -dijo con ronca voz cuando le pregunté su nombre. Nací creo que en 1925, en un lugar llamado Dumañuecos, cerca del ingenio Manatí. Por allá mi familia tenía un lotecito y se dedicaba a sembrar y esas cosas. Eran tiempos malos. No había dinero, ni ropa, ni comida... A la escuela nunca fui. Tenía que ayudar a papá en la siembra. A los 18 años me fugué de la casa y...
Cipriano tomó rumbo a La Habana junto a un amigote del barrio. En la capital se separaron y cada cual cogió su camino. El guajirito comenzó a merodear por los muelles y a relacionarse con los marineros. Uno le propuso viajar de polizón en un barco que iba a Honduras. Aceptó. Por poco se muere de hambre y sed, oculto entre rollos de sogas. Al llegar empezó a buscar trabajo y la United Fruit Company le ofreció uno como estibador. Estuvo cargando bananos durante un montón de años. Luego viajó a Nicaragua y El Salvador. Hasta que un día un accidente en una grúa lo dejó tullido. Lo despidieron. Intentó retornar a Cuba, pero no tenía dinero.
-Vine para Guatemala en los años 50, no recuerdo bien -agregó. Aquí hice de todo para sobrevivir. Desde trabajar en las milpas hasta atender plantíos de cardamomo. Me arrimé a una indígena que me dio siete hijos varones. Andan regados por ahí, cada uno en lo suyo. ¿Mi mujer? Murió hace mucho tiempo. ¿Dumañuecos dice? Jamás volví a saber de allá. Nunca fui apegado a mi gente.
Me invita a pasar. Como la mayoría de las casas indígenas, la suya tampoco tiene divisiones ni ventanas. El piso es de tierra. En un rincón, un camastro destartalado da fe de la pobreza de su inquilino. Un fogón de leña humea tímidamente en el fondo. Hay algunas vasijas estropeadas por el uso. También un bulto de leña, una tinaja, un amasijo de ropa, una bandeja para hacer tortillas de maíz, un calendario de la cerveza Gallo y un pequeño baúl de metal. Cipriano va renqueando hasta él, lo abre, registra, husmea, revuelve, saca un papel hecho jirones y me lo muestra, feliz.
-Mire este pedazo de un periódico de Victoria de las Tunas de aquellos años -dice. Se llamaba El Liberal. Ahí hablan de Lalo Fontaine, el mambí, que era mi padrino. Ese recorte lo guardo siempre entre mis cosas. Es el único recuerdo que tengo de allá. ¿Ciudadanía? Ya soy guatemalteco. Fíjese que hasta aprendí a hablar quetchi. Son muchos años los que llevo viviendo en esta tierra y hay que ser agradecido. Paisano, usted perdone, me están esperando, ahora tengo que salir...
Queda parado frente a mí. Apenas hay expresión en su mirada. Lo abrazo y no me corresponde el gesto. Se zafa con suavidad. Va hasta un ángulo de la casa y vuelve con un bastón. Siento nublarse mis ojos. ¡Aún no lo creo! Afuera alguien lo llama por su nombre. Sorprendido y emocionado le doy gracias al horóscopo. Me despido.
-Bueno, Cipriano, también me retiro...
-Que le vaya bien.
-Contento de haberlo encontrado.
-Y yo, señor.
-Nunca pensé toparme a un tunero tan lejos.
-Hasta yo estoy sorprendido...
-Mire, le regalo este almanaque cubano.
-Se le agradece.
-¿Me permite una foto?
-Pero solo una, no me gustan...
-Bueno, venga para acá.
-No, aquí mismo.
-¿Nos volveremos a ver algún día?
-Yo creo que sí, allá arriba...
Y, con el brazo extendido, me señala hacia el cielo.