
Las Tunas.- En la mañana del 31 de octubre, cuando el cielo empezó a oscurecer por los nublados, el rumor del río se fue haciendo más alto que las voces del barrio. Daineris Reyes Martínez partió de su terruño con el sol escondido y la sensación de que bastaba un abrazo para sostenerse.
“Llevaba a mis dos niños de la mano, al abuelo, mi suegro, mi mamá, mi sobrino y mi cuñada, nadie decía que sería una despedida de las cosas, solo urgencia por buscar un lugar seguro. El tren era la promesa que nos movía, pero el día se fue complicando, demoras, miedo contenido, hasta que el río nos mostró cuánto podía borrar en una sola noche.
“Empaqué lo básico, ropa para mis hijos y los documentos importantes, apenas tenía chance de pensar. Salimos de Guamo cerca de las 10:00 am. La orden era trasladarse, buscar dónde esperar la tormenta”.
El tren apareció tarde, pero apareció para salvar la vida. La espera fue una tensión que se pegó al cuerpo, mirar a los pequeños, contestar preguntas con palabras cortas, repetir que todo iba a estar bien, aunque la voz temblara.
“Cuando por fin partimos, el viaje no fue tranquilo; la sensación y los malos pensamientos de dejar todo y permanecer lejos de casa, sin saber por cuanto tiempo, crecía en cada kilómetro. Durante el transcurso, el tren tuvo incovenientes técnicos. Estábamos en la parte delantera, la otra mitad quedó atrás. Hubo gritos, gente que corría, manos que empujaban para ayudar o para buscar a alguien. Intentaron poner el tren en marcha y no se pudo, nos quedamos inmóviles con el corazón en la garganta.
“Por fin llegamos a Jobabo alrededor de la 1:00 pm. En la terminal se organizó todo, nos subieron a una guagua y nos trajeron hasta esta escuela. Entrar en la ciudad fue como entrar en otra vida que nos esperaba. Nos atendieron con lo que tenían, agua, comida…, un lugar donde sentarnos sin miedo a que el agua nos alcanzara. La atención fue un alivio concreto en medio del desconcierto”.
Los niños, la pequeña de 5 años y el varón de 7, la miraban con ojos grandes. Los cuentos que antes eran rutina se transformaron en herramientas, inventó historias cortas para calmarlos, juegos que los pudieran entretener y olvidaran por un rato lo que se quedaba atrás. Sus inquietudes venían, y como infantes al fin, no entendían mucho la situación. Daineris no tenía respuesta clara a sus interrogantes, solo decía que sí y hacía promesa de un regreso feliz, como quien siembra un sueño.
“El río nos inundó la casa y nos llevó todo. Se fueron muebles, animales y lo poquito que teníamos; hubo objetos que nunca imaginé perder. Mi esposo está aún en la zona, en una lancha, intentando rescatar lo que quede, he tenido muy poca comunicación con él. El silencio de no saber del resto de la familia pesa más que el ruido de la tormenta”.
Aquí, en la escuela pedagógica Rita Longa, las jornadas se organizan en actividades culturales y juegos colectivos para los menores. Hay personas que te cuentan que también perdieron, otras que ofrecen ayuda. Hay instantes de alivio y de llanto que se mezclan a la hora de dormir. “Me levanto con los niños, preparo lo necesario, busco nuevas formas de educarlos para que no pierdan las costumbres”. Cada gesto es un mapa para recuperar algo de normalidad.
La pérdida duele cada día. No se trata solo de lo material, es perder una historia compartida en una vivienda que ya no existe. “Pienso en volver a levantar paredes y recuerdos, en encontrar un momento para respirar sin pensar en la lluvia que vino. Pienso en mi esposo en la lancha, en los niños que aprenderán otra vez a jugar entre cosas prestadas, donadas; en el día en que abriré una puerta y quizás empiece a construir de nuevo la vida”.