
Las Tunas.- Comienza septiembre y desde los propios albores el foco de las redes sociales se vuelca hacia la Enseñanza Secundaria, precisamente en la escuela Wenceslao Rivero, de esta ciudad. Un video hecho desde uno de sus salones de clase se volvió casi viral. El contenido ahora mismo es vox populi: violencia entre estudiantes, bullying, falta de empatía; pero, ante todo, cuestiona nuestras competencias como padres.
Sobre el suceso, los comentarios han sido diversos; algunos incisivos, malintencionados, retadores… Aunque me atrevo a decir que la mayoría de ellos ha nacido de una preocupación real por las interacciones entre adolescentes, máxime en un sitio que a mi generación se le enseñó a asumir como sagrado.
Confieso que el tema se me ha colado entre la sien, porque mi niño también comienza este curso la Secundaria Básica, y la violencia, en cualesquiera de las manifestaciones y contextos, no puede normalizarse en nuestra sociedad. Las autoridades del sistema educativo en la provincia anunciaron que se realizarán los análisis correspondientes; sin embargo, en el interior de los hogares quedan muchas deudas por saldar.
No es la primera vez que el bullying marca escenarios complejos o que, incluso, lleva a seres humanos desesperados a atentar contra ellos mismos. Pero sus manifestaciones iniciales no comienzan en la escuela, sino en el barrio. Cada madre o padre sabe cómo es su hijo, si se ríe de los otros, si abusa de los más nobles, si golpea... Y en los centros educativos se comportará exactamente igual. Entonces, en esta ecuación no caben las sorpresas y está claro quiénes son los máximos responsables.
Es cierto que la vida nos lleva de prisa, que los apagones eclipsan a la mayoría de las familias y la frustración de no lograr satisfacer todas las necesidades básicas ha marcado el andar del cubano. Pero, cuidado: la educación de nuestros hijos no puede posponerse ni asumirse sin responsabilidad ni límites, porque no solo ellos estarán en problemas, también serán la causa de los conflictos de otros.
Usted que me lee quizás sea más duro y alegue que en muchas casas, en cada cuadra, los encontramos. Algunos padres no supervisan a los niños y menos a los adolescentes; porque los suyos “sí saben cuidarse”, porque “a los machos hay que darles libertad” o porque les interesa mucho más el contenido en los celulares propios, que la personalidad que se forma maltrecha bajo su techo.
En esos casos, la prevención tiene que comenzar antes y nos involucra a todos. Como sociedad nos toca cuidar los entornos donde se desenvuelven los más jóvenes. No hay que esperar a que se llegue a determinado nivel de enseñanza para tomar cartas en el asunto. Tan cuestionable resulta hacer bullying como reírse del niño que llora a causa del acoso o grabar con todo morbo el sufrimiento de otra persona.
Nos corresponde conversar largo y tendido con nuestros hijos, fomentar valores que la crudeza de esta época no debe opacar. Es cierto que los muchachos discuten, se golpean, que en las aulas siempre hay un “payaso”, que las hormonas se alocan por cuestiones de la edad; pero la violencia, insisto, no puede asumirse como normal.
Y resulta imprudente responsabilizar a la escuela por los malos comportamientos que los estudiantes llevan a ella, aunque esta tenga el deber de velar por el mejor desenvolvimiento de sus pupilos y propiciar ambientes seguros. Esa carencia de virtudes, de empatía, de sensibilidad, se concibió en familia y constituye fruto, con gran frecuencia, de la falta de atención.
El respeto a las diferencias es vital en los primeros aprendizajes. Considero que representa la base en la que deben florecer otros valores. Estamos a tiempo, espero, de que nuestros hijos sean la mejor versión de nosotros mismos. Dediquémosles las horas precisas, para que un video en las redes no sea el recordatorio de que ser padres es un trabajo sin fecha de caducidad.