
Las Tunas.- He dedicado menos de una década a ejercer el periodismo, pero en ese tiempo he visto y escuchado historias que no dejan indiferente a nadie.
Casos que se quedan en la memoria por la fuerza de sus silencios, por las miradas de mujeres que han vivido la violencia en carne propia, y por la gravedad de un fenómeno que, lejos de ser aislado, está profundamente enraizado en la sociedad. Lo que más me preocupa no es solo la existencia de esa violencia, sino la manera en la que muchas veces logra perpetuarse sin ser plenamente visible para todos.
No es un hecho puntual. Es un problema social, cultural y humano que traspasa generaciones y espacios. Puede presentarse en cualquier lugar: en una casa, en la calle, en una escuela, en un centro de trabajo. A veces se muestra abiertamente; otras, se esconde detrás de costumbres, frases aparentemente inofensivas o dinámicas que se han naturalizado con el tiempo.
Hablar de violencia de género no es hablar de un asunto privado entre dos personas. Es hablar de una herida colectiva, de relaciones de poder desiguales que afectan profundamente la convivencia y la dignidad humana. La agresión, cada acto de humillación, el silencio impuesto dejan marcas que no siempre se ven, pero que pesan como si fueran de piedra.
No se trata únicamente de golpes. La violencia también se manifiesta a través de palabras, del control, de la manipulación emocional, de la exclusión y del desprecio. Se infiltra en lo cotidiano, en los pequeños gestos que parecen insignificantes, pero que con el tiempo construyen un muro alrededor de la víctima.
En estos años he comprendido que uno de los mayores peligros de la violencia de género es su capacidad de pasar desapercibida. Muchas mujeres la viven sin siquiera nombrarla como tal, porque crecieron escuchando que “así son las cosas”, que “hay que aguantar”, que “es normal”. Y cuando lo anormal se vuelve costumbre, se hace más difícil romper el ciclo.
Las estadísticas nunca alcanzan a contar el drama humano detrás de cada historia. Detrás de los números hay una mujer que sufrió en silencio, una familia marcada, una comunidad que presenció sin saber cómo actuar. He conocido historias distintas entre sí, pero con un elemento común: la necesidad urgente de que como sociedad aprendamos a identificar y rechazar toda forma de violencia.
No hay un perfil único de víctima ni de agresor. La violencia de género atraviesa niveles económicos, edades y entornos. He escuchado relatos de mujeres jóvenes, adultas y mayores, todas con una misma huella: el miedo. Un miedo que no siempre es físico, pero que se instala en lo más profundo y condiciona cada decisión.
Por eso combatirla no puede ser tarea de una sola persona ni de una sola institución. Requiere conciencia social, educación desde edades tempranas, diálogo abierto en las familias, responsabilidad en los medios de comunicación y participación comunitaria activa.
No existen soluciones instantáneas. Se necesita transformar mentalidades, desmontar prejuicios, construir relaciones basadas en el respeto y la equidad. Educar no solo a niñas y adolescentes para que reconozcan su valor, sino también a niños y jóvenes para que comprendan que el respeto nunca es negociable.
Las palabras importan, pueden abrir espacios para la comprensión y el cambio, o pueden reforzar estereotipos que lastiman aún más. Por eso narrar historias de violencia de género debe hacerse con sensibilidad, sin sensacionalismo y con profundo respeto por las víctimas.
También he visto señales de esperanza. Mujeres que han encontrado redes de apoyo, familias que han aprendido a escuchar, comunidades que han decidido no callar. Cambiar la cultura patriarcal es un camino largo, pero posible. Y cada paso cuenta.
No debería verse como un asunto ajeno. Nos concierne a todos. Cuando una mujer vive con miedo, toda la sociedad se resiente. Cuando se normaliza una agresión, se debilitan los cimientos de la convivencia. Por eso romper el silencio es un acto de responsabilidad colectiva.
Nuestro país cuenta con espacios y mecanismos sociales para brindar acompañamiento y orientación, pero también es vital que la comunidad participe, que las familias estén alertas, que no haya indiferencia frente a señales de violencia. La prevención comienza cuando todos reconocemos que tenemos un papel en esta lucha.
La verdadera transformación llegará cuando el respeto y la igualdad no sean consignas, sino prácticas reales y cotidianas. Cuando ninguna mujer sienta temor de hablar. Cuando no haya que sobrevivir, sino simplemente vivir.