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los viajeros bruno catalanoLes voyageurs (Los viajeros), escultura de Bruno Catalano.

Las Tunas.- No estoy autorizada a poner el nombre de su protagonista en estas líneas, por eso, voy a llamarle Yindra, a secas. Pero si usted tiene la paciencia de seguir leyendo, entrañable lector, de seguro podrá ponerle otros motes. Porque la historia de la migración y el bloqueo es tan añeja como la resistencia sempiterna de este país y su espíritu, irreverente y determinado.

Un tema que, en medio del complejo panorama económico y social que vive Cuba, se nos ha vuelto grande, especialmente doloroso y, a todas luces, una especie de cuento para nunca acabar.

Ayer Yindra llegó al lado de los suyos, muy cerca de Nueva York, tras una travesía de semanas que la llevó a andar con un coyote buena parte del sur del continente. Y lo primero que hizo no fue comprar Nutella -como le había sugerido una de sus mejores amigas-, lo primero que Yindra hizo, cuando abrazó a su hermana, fue llorar.

Lloró el susto terrible de la muerte; el miedo que la acompañó en el minuto exacto en que cruzó el “río más frío que te puedas imaginar”, pensando más en su hija adolescente, que iba al lado, que en ella misma. Y sí, a lo mejor lloró también por algo que quedó atrás, entre las matas de anoncillo y el olor apacible de su casa. El sitio donde aprendió a caminar, quiso a sus perros y se descubrió mujer, un día cualquiera.

No fue la suya una decisión superflua o tomada al calor de la rabia o las carencias. Ella lleva años intentando hacer las cosas bien, legales, por el sendero correcto. Y no le ha sido posible. Como esta, muchas historias rondan de quienes no han encontrado otro camino que “los volcanes de Nicaragua” para poder tener a sus familias completas, en una misma orilla.

Tal vez no la orilla que usted hubiera escogido (o quizás, sí), pero es la que ellos decidieron, o la que determinaron sus seres queridos, esos que les son indispensables para ser felices. No sé si me entiende, pero espero que tenga claro que ese es su derecho, y el de Yindra.

La he visto por años husmeando noticias; pendiente hasta el detalle a cualquier disposición que anime el acercamiento trunco entre Washington y La Habana. Llegó a seguir, incluso, las encuestas presidenciales del vecino del norte para ver si ganaba Trump o Biden, con la esperanza de que el cambio modificara el “escenario de juego”. Ella tiene una vida y se cansó de verla pasar aquí, sola, mientras allá necesitan su presencia.

Conozco a no pocos en similar circunstancia, que no han tenido su arrojo (o su dinero) para emprender un viaje que puede ser eterno, satisfactorio, terrible, definitivo… Yo, lo confieso, no lo tendría.

Pero no estoy en su “pellejo”, ni en el de María, con sus dos hijos crecidos acá y el marido allá, esperando un no sé qué, que no llega. Tampoco en el de Xiomara y Daniel, que dejaron a “su niña” entrando a la Universidad, y ya son abuelos. Todavía no han podido besar a su nieto, el primer varón de la prole. Y ella lo busca en el WhatsApp y lo llama, para arrancarle un minuto de atención mientras le dice para que el peque repita (como si eso fuera posible con 9 meses y medio): “A-bue-la Ni-ni”, como siempre soñó.

La migración no es, en muchos casos, un grito de hostilidad política; también hay en esta un poco de aventura, de curiosidad, de situaciones familiares (a veces, muy duras) y un porciento de otras disímiles razones. Limitar su esencia a una consigna o a una posición contra nuestro Gobierno, nos hace, cuanto menos, torpes.

Y eso, doy fe, no lo merece la mujer responsable y buena, cubana y leal, que es y será siempre Yindra, aunque desde ayer, duerma cerca de Nueva York.