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Las Tunas.- Nunca vi tanto miedo en los ojos de mi padre como cuando, allá en el 2015, me miraba tras el cristal de una sala de Cuidados Intensivos. Su miedo era tal que me obligó a disimular el dolor mayúsculo que sentía bajo vientre. Entonces le sonreí, "sacando fuego de la tierra helada" (como leí alguna vez), con una sonrisa capaz de opacar tanto suero o implementos médicos, de empañar el peso de las piernas que apenas respondían a mis dominios.

Pocas veces como ese día fui tan consciente del amor de un padre. En ese punto no pensé en que mis apenas 25 años de edad podían quedarse allí, de un cuajo. "Tengo que vivir también por ese hombre; no puedo condenarlo a la tristeza", me dije. Imposible olvidar aquel capítulo.

Las manos callosas de mi padre podrían ser las manos de muchos. Lo vi llorar una vez en el portal de mi casa, siendo solo una niña, porque no podía darnos más. ¿Cómo iba a entender su corazón elástico que una piel curtida de obrero es más que suficiente para un hijo agradecido?padres7

Hay muchas pieles semejantes por ahí... Recuerdo al señor que vive y trabaja cerca del cementerio, aquel que vende flores y mantiene un gimnasio, para que no pase hambre su hijo (aún pequeño), del cual una madre parece se olvidó... No quiso darme la entrevista, pero lo entendí.

"Las cosas buenas se han de hacer sin llamar al universo para que lo vea a uno pasar...", dijo José Martí. Y por eso, de vez en cuando, lo observo inventar con dos bloques un fogón de leña e introducir dentro el resultado de sus desvelos.

También está Nelson, el ponchero que dio vida a una de mis amigas; enfrenta sus huesos casi octogenarios para que ella, ya mujer de cuatro décadas, no esté sola en su batalla contra los demonios cotidianos. Así ha sido desde siempre, y mucho más cuando mamá partió al cielo demasiado pronto.

En las manos de mi padre, en el ímpetu del vendedor de flores, en los huesos corajudos de Nelson, va toda la dignidad de un hombre. Incluso, la de aquellos que, llevando otra sangre, asumen la crianza.

En este complejo equilibrio de emociones que sostiene al ser humano se esconden historias fabulosas. Así entendemos que el amor doblega cualquier cromosoma torcido; que puede cambiar a quien sea (como lo hizo con mi padre); que, cuando es real, como la vida misma, supera la tensión de un divorcio o la sala de un tribunal. Es un amor de múltiples capítulos, que solo los valientes se atreven a leer.

Y así vemos sostener al médico, cuyas manos han salvado incontables vidas, la tijera con la que cortará el cordón umbilical más preciado del universo, ese que prueba cómo un espermatozoide suyo anda con "manos y pies por el mundo". El orgullo le galopa dentro sin remedio.

Solo por un amor así es que pude entender cómo papá Goriot juntaba sus últimos cubiertos de plata para ayudar a las hijas, tristemente desagradecidas, según las "pintó" Balzac a través de palabras. O el temor disimulado de Guido Orefine para salvar con ingeniosos escondites a su hijo Giosé, en un campo de concentración, como nos cuenta la película La vida es bella.

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O que el rey Tritón entendiera finalmente que Ariel, la más pequeña de sus sirenas, amara con locura a un humano. Y sí, ciertamente, es ficción, pero escrita por quienes una vez amaron, y de ahí, del más universal y controvertido sentimiento, nacieron retoños y/o inspiración.

Hoy las manos callosas de mi padre están cansadas, los huesos de Nelson no muestran la misma fortaleza, y hasta el vendedor de flores espanta la tristeza en días oscuros. Pero mi amiga, el niño criado sin madre y yo comprendemos desde el ejemplo las esencias, esas que "mi viejo" resumió tan sabiamente: "Ser padre me convirtió en un mejor hombre".

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