
Las Tunas.- Una ola de sonido recorre las calles de Las Tunas y no es la del viento. La proliferación de motorinas eléctricas convertidas en discotecas ambulantes y de motocicletas con tubos de escape modificados, que rugen con estruendo, le colma la paciencia a más de uno. Los resultados de una encuesta realizada por 26 y los cientos de comentarios de nuestros lectores en las redes sociales digitales pintan un panorama claro: la ciudadanía mayoritariamente percibe este fenómeno como un grave problema, que erosiona la convivencia y exige una respuesta institucional contundente y efectiva.
HARTAZGO, PREOCUPACIÓN Y ¿ACCIÓN?
Los resultados de la consulta publicada en nuestras plataformas digitales y que ofrecía seis posturas ante el asunto son elocuentes. La opción que aboga por “multas severas” recibió un categórico 75 por ciento de los votos desde nuestro canal en Telegram y un 27 por ciento en el perfil de Facebook.
Casi al mismo nivel, con un 68 por ciento, se situaron las percepciones de que estamos ante un “serio problema de indisciplina social” y, por demás, violatorio de las leyes ambientales y del tránsito. Al unísono, cuatro de cada 10 de quienes respondieron en Telegram y dos de cada 10 en Facebook añadieron que “ya no se puede vivir” con ese ruido que altera la convivencia vecinal.
Desde nuestros canales en Whatsapp y Messenger los participantes en el sondeo completaron un consenso abrumador: esos ruidos son una transgresión que daña el tejido social, infringen normas existentes y requieren sanción. Es un grito colectivo por recuperar el sosiego en los barrios.
Las justificaciones individualistas obtuvieron una adhesión mínima; pero eso no significa que deban dejarse de tomar en cuenta. Estar de acuerdo con que “cada cual tiene derecho” a poner el volumen que quiera representa, por ejemplo, la visión del individuo que prioriza su expresión o gusto personal por encima del bienestar colectivo, y que no reconoce el ruido como un problema. Su existencia, incluso secundaria, subraya el dilema cultural en juego: el derecho a la tranquilidad frente a una concepción muy liberal de la libertad individual en el espacio público.
Otra idea extra que aflora es la desconfianza en la acción institucional por omisión. No preguntamos explícitamente por ello, empero, el clamor en los comentarios apunta a una percepción de inacción o ineficacia de quienes deben velar por el cumplimiento de la ley. El público, al abogar masivamente por multas y señalar la violación legal, está indicando que las normas existen, pero no se aplican con el rigor necesario.
“HAGAN CUMPLIR LAS LEYES”
Nuestro muro en Facebook se convirtió en una plaza pública digital en la cual decenas de lectores ampliaron con sus testimonios el frío dato porcentual. El sentimiento dominante fue de exasperación y un llamado directo a la autoridad.
Moraima del Pilar Acosta Figueroa dijo concluyente: “No creo que esta encuesta resuelva la situación, creo que se debe activar el actuar de quienes son responsables por guardar el orden…; hay que hacer cumplir la ley. El irrespeto ha superado ya los límites”.
Esa idea resonó como un estribillo. Ridelsa Carmenates se preguntó: “¿Para qué aprobamos leyes que después no hacemos cumplir?”; mientras que María Álvarez Pérez se limitó a plantear la interrogante que muchos comparten: “Lo que no puedo entender es por qué no se aplican las leyes”.
La queja va más allá de los vehículos. Varios internautas, como Anaid Maria y Alejandro LC (respetamos la escritura del nombre de los usuarios en las redes sociales), ampliaron el foco a los ruidos vecinales constantes, señalando que el conflicto es una “contaminación sonora” generalizada, que afecta a enfermos, ancianos y trabajadores. Doreyies Peña lo resumió con un principio elemental de convivencia: “Tu derecho termina donde comienza el mío”.
La preocupación por la salud y la seguridad también emergió en los pareceres expuestos. Janet Escalona alertó que el ruido aísla a los conductores del sonido ambiente, colocándolos en riesgo de accidentes. Martha Salgado y Ángel Velázquez Diéguez mencionaron el agravante de una población “enferma” o convaleciente que necesita descanso. Moraima González Yero llevó la inquietud al plano de la formación cívica, destacando el alarmante protagonismo de “menores de edad” en estas prácticas, a veces manejando, dijo, bajo los efectos del alcohol.
No faltaron voces que, como Laura Báez González o Adrián Lloveras, cuestionaron la prioridad del tema ante dilemas “mayores” como la salud pública, los salarios o los servicios. Sin embargo, incluso en la discrepancia, su mensaje reforzaba una idea común: la demanda de que las instituciones tomen cartas en el asunto. Otros, como Alix MBordón, pidieron una mirada más profunda: “La música alta no es el problema, solo es el efecto de un deterioro de valores”.
MARCO LEGAL Y LA CUESTIÓN CULTURAL
Ante la recurrente pregunta “¿qué dice la ley?”, la respuesta es precisa. La legislación cubana sí sanciona estas prácticas. Las normativas sobre seguridad vial prohíben las modificaciones no autorizadas a los vehículos y los niveles de sonido que generen contaminación sonora o disminuyan la atención del conductor. Por su parte, la Ley del Medio Ambiente y otras disposiciones jurídicas pautan los límites máximos permisibles de ruido para diferentes tipos de transportes.
Las sanciones van desde multas e inmovilización del vehículo, hasta la no aprobación en la inspección técnica y, en casos de reincidencia, la posible retirada de la licencia de circulación. La pregunta lógica que surge, como apuntaron los lectores, es si estas verificaciones técnicas están siendo lo suficientemente rigurosas con los escapes modificados al emitir o renovar esos permisos.
Empero, este no parece ser un fenómeno surgido en el vacío. Analistas lo identifican como una práctica de la cultura urbana, una forma de apropiación del espacio público y expresión de identidad, en un contexto donde las alternativas de ocio pueden ser limitadas. La moto con música a todo volumen es autoasumida como una especie de “club móvil”. Hacer que tu motocicleta suene a un tono más cercano a los modelos clásicos estadounidenses de mediados del siglo pasado podría asociarse a un cuestionable intento de exhibir potencia y audacia.
Constituyen síntomas culturales complejos: a la vez que son expresión creativa e intrusión molesta, resultan una afirmación generacional y provocación vecinal. Su persistencia pone en conflicto valores como el individuo frente a la comunidad y la tendencia a la sociabilidad bulliciosa frente al derecho al sosiego.
EL RUIDO COMO SÍNTOMA, LA LEY COMO DEMANDA
La respuesta de nuestra institucionalidad, hasta ahora, parece navegar en la ambivalencia. Existe un marco regulatorio claro, pero su aplicación es frecuentemente descrita por la ciudadanía como esporádica, reactiva a quejas puntuales y falta de sistematicidad. Probablemente, factores como otras prioridades policiales y la complejidad social del tema explicarían, en parte, esta brecha.
El enfoque discursivo que hemos visto hasta ahora suele apelar a la “conciencia ciudadana” y la cultura, prefiriendo la vía pedagógica a la coercitiva pura.
Nuestra encuesta y el torrente de opiniones vistas han puesto sobre la mesa un malestar ciudadano profundo y extendido. No se trata solo del fastidio ante un ruido puntual, sino de la percepción de un quiebre en la disciplina social y de una impotencia frente al incumplimiento de normas, que deberían proteger el bien común.
La ciudadanía tunera, a través de sus votos y comentarios, habló claramente. “Habría que cortarles esos bafles en plena calle para que aprendan”, me dijo exasperado mi barbero cuando le comenté sobre este tema. Puede que su propuesta suene extrema, de hecho, lo es; sin embargo, refleja el reconocimiento común de que tenemos un problema grave, considerándolo, además, una indisciplina social y una violación legal que afecta la salud, la seguridad vial y la convivencia pacífica.
Es, considero, inaplazable una solución institucional rotunda, basada en la aplicación de multas severas y el estricto cumplimiento de las legislaciones ya existentes. El ruido de las motorinas y escapes es solo la parte más visible de una dificultad más amplia de contaminación sonora, y exige respuesta integral. Duele, eso sí, el escepticismo que notamos sobre la eficacia actual de la acción institucional.
El desafío para las autoridades es complejo. Implica equilibrar la necesaria aplicación de la ley, que demanda la mayoría, con una comprensión de las raíces culturales del fenómeno, para diseñar estrategias que no solo repriman, sino también eduquen, ofrezcan alternativas de esparcimiento, de modo que retorne a su cauce el respeto por las normas existentes en materia de seguridad del tránsito.
Implica, sobre todo, cerrar la brecha entre el papel legal escrito y su realización efectiva en la calle, para recuperar la confianza ciudadana de que puede ejercer plenamente su derecho al descanso y la tranquilidad.