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Las Tunas.- Entre mis sueños escucho un toque lejano. Me doy vuelta en la cama y sigo con las sábanas pegadas. Un llamado me hace despertar definitivamente. Miro el reloj apostado en la mesita de noche que ya marca las 5:00 de la madrugada. De un salto me levanto y corro hacia la puerta. Ahí está ella, lleva bata blanca y nasobuco. Puedo ver en sus ojos el cansancio de toda una jornada que inició el día anterior; fueron 24 horas de incansable faena.

Aun así no falta la ternura en su voz: “Por favor mima caliéntame el agua”. Atraviesa el pasillo mientras se despoja de una parte de su vestimenta. Ahí espera un tiempo hasta que todo está listo para entrar y desinfectarse de la cabeza a los pies. Es ese un ritual impostergable, incluso cuando las fuerzas menguan y el cuerpo pide a gritos un descanso.

Ya no hay besos ni abrazos, mas ese amor entre nosotras se alimenta ahora con frases de comprensión; de orgullo sincero que siente la una por la otra. Prefiere, antes de ir a la cama, degustar un café a mi lado y contarme de su día; yo escucho atenta y redescubro esa pasión por lo que hace. Entonces, no puedo menos que sentir admiración por esa mujer que me dio la vida y hoy integra esa lista de valientes que arriesga la suya para salvar a otras tantas.

Y no es cosa de ahora; pasé mi niñez escuchándola hablar de análisis, de helmintos y protozoarios. Aquel mundo de laboratorio siempre me pareció enrevesado: todavía recuerdo la primera vez que me mostró a través de un microscopio el nucléolo, citoplasma y otras partes de una célula. Para ella todo era tan claro, mas yo nunca dejé de hallarlo complicado.

De cierta manera aprendí a ver su esfuerzo como algo tan cotidiano que dejé a otros encomiarla. Quizás por eso aquella madrugada de abril me pegó tan fuerte el orgullo y me nació esa necesidad de escribir, pero no lo hice. Por un lado estaba ese miedo a no ser del todo objetiva y por el otro no llegar a lo que para mí ella merece.

Casualmente días después una amiga me recomendaba contar de su nueva experiencia, en justo reconocimiento a quienes como ella desafían cuerpo a cuerpo la Covid-19 desde los laboratorios. Luego un colega hizo un reporte televisivo en el Centro Provincial de Higiene, Epidemiología y Microbiología, y al verla no pude resistirme. Ahora está aquí, protagonista de mis líneas, esa señora cuyo andar cansado contrasta con su espíritu incansable, y doy fe de ello.

Más de 40 años de entrega absoluta a una profesión que según me cuenta la eligió a ella; pero a la que agradece todo lo que hoy es. A estas alturas conserva las energías de aquellos primeros años cuando cada misión le exigía dar el extra; ahí están los muchos diplomas guardados como tesoros y que ya lucen amarillentos por el paso de los años. “Cada momento encierra en sí sus propios sacrificios; recuerdo los tantos trabajos voluntarios, la movilización con Las Tanias; recogida de papas, de tomates, siembra en autoconsumo; campaña antivectorial y otras tantas tareas sin dejar de cumplir con mi trabajo en el laboratorio”.

Después vinieron dos misiones en Venezuela y tanto aquí como allá es siempre la misma profesional movida por la voluntad de hacer el bien. A veces la miro y me pregunto de dónde saca las fuerzas; ya no es la joven de antes y solo lo advierto cuando me detengo en las marcas de su rostro y las canas dibujando su pelo. Se sabe útil y eso la llena de gozo. “En realidad me reconforta brindar mi pequeño aporte en esta nueva batalla contra la Covid-19”.

Por sus manos pasan las muestras antes de ser enviadas al laboratorio de Santiago de Cuba. “Realizamos el empaque de los análisis y muchas veces vamos a los centros de aislamiento a tomarlos a los pacientes. Nos cuidamos en todo este proceso porque de ello también depende nuestra salud y la de la familia”.

Y sé, porque la conozco de siempre, que sin importar la hora ni el día de la semana, está presta a servir a los demás, y lo hace con placer. A veces le digo que ya es tiempo de la jubilación y un rotundo NO me deja claro que hay Marlenis Ávila para rato; yo callo, pero mi dicha crece. Por eso cuando a las 9:00 de la noche aplaudo por mis valientes, también -sin decirle nada- lo hago por ella. Que estas líneas hablen por mí y de ese sano orgullo que siento de llamarla madre.

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