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Las Tunas.- Casi a medianoche se despertó asustada. Un escalofrío extraño la hizo echar mano a la colcha que reposa siempre, inútilmente, en la primera gaveta de su armario. “¿Pero y este frío?”. El ventilador estaba apagado. Se llevó la mano a la frente para comprobar la temperatura. Estaba a penas tibia. Los dientes le rechinaban… Entonces el peso de lo desconocido exacerbó los temblores. No pegó un ojo. Cuando la luz se coló por las persianas Celia agarró el bastón y a duras penas se condujo hacia la cocina.

Estuvo expectante todo el día. Tenía un ardor fuerte allá en lo último de la garganta, pero como de costumbre hizo gárgaras de agua tibia con sal y recuperó pronto la frescura en el paladar. No dijo nada a nadie de sus temores. En la noche sintió un cansancio multiplicado, “como si hubiese sido apaleada” y muchísimo sueño.
Para el fin de semana la anciana de 75 años de edad se había enfrentado al agotamiento físico y seguía encargándose de todas las tareas del hogar. Al filo de las 11:00 pm del lunes percibió un temblor conocido en su esposo. Lo tocó y lo sintió caliente. Trató de despertarlo, pero él no habría los ojos y decía incongruencias. Por primera vez Celia entró en pánico y empezó a hacer cuentas en su mente.

                                                                                                PRELUDIOS DE UNA ENFERMEDAD DISPERSA
Llamó por teléfono al nieto (su médico particular) y unos minutos después el galeno reconoció a Jesús y vaticinó que posiblemente su abuelo estaba repitiendo un ataque transitorio de isquemia cerebral, aunque solo tenía la presión ligeramente elevada. Al otro día lo llevaron al hospital, le hicieron varios análisis, incluso, visitó el somatón. Celia preguntó si podían hacerle una prueba para descartar el coronavirus, pero en el "Guevara", en ese momento se habían agotado las tiras rápidas.
Regresaron a casa más cansados que de costumbre. Esa noche la fiebre de 39 grados llevó al anciano otra vez cerca de la inconsciencia. Celia maldijo la desgracia de no tener siquiera una dipirona, con miedo tuvo que darle cuatro aspirinas a su esposo. La fiebre no cedió. En la madrugada volvió a llamar a su nieto y fueron hasta el policlínico Guillermo Tejas.anciana
Las piernas no le seguían el impulso y el bastón ya no ayudaba demasiado. En el Cuerpo de Guardia de Covid-19 la cola fue extensa y matizada de críticas, protestas, vio además, al único médico disponible, recibir una buena reprimenda de una señora desesperada.
Les tocó sentarse en los bancos congelados y resignarse a esperar. Una hora después le hicieron a ambos tiras rápidas, su esposo fue negativo, pero la carga viral de ella se manifestó enseguida. Otra vez tuvieron que aguardar al médico para saber qué conducta adoptar. En ese momento pesaba en el aval de ambos enfermedades como hipertensión arterial, otras menos conocidas, en el caso de ella también serias deformidades en los miembros inferiores. A los dos les realizaron las pruebas de PCR.
Estaba casi amaneciendo cuando el galeno los abordó de manera informal. Les aconsejó que regresaran a su casa y vigilaran los síntomas, “al final en los centros de aislamiento solo iban a recibir Nasalferón y eso podían conseguirlo en el propio policlínico”. A pesar de las protestas del nieto que veía a sus abuelos pálidos, débiles, prácticamente arrastrándose para caminar, el par de ancianos se asió a la posibilidad del facultativo y unas horas después estaban arropados en sus camas.
Mas con los números de decesos en el país, anunciados por el doctor Durán y la advertencia de peligro, un peso en la consciencia empezó a carcomer. Jesús llevaba varios días sin alimentarse, a duras penas tomaba yogur. Ella ese día comprobó que había perdido el gusto y el olfato, y sus piernas eran una carga que se hacía casi insoportable de aguantar. Aun así su preocupación estaba a su lado, en el compañero de más de 50 años.
                                                                                                        DE AQUÍ PARA ALLÁ Y VICEVERSA
Al teléfono, su hija desde el exterior le sugirió que si se agudizaban los síntomas, regresaran al policlínico. La fiebre en la tarde volvió a sacudir a Jesús y otra vez acudieron al Guillermo Tejas con las maletas preparados para resistir dos semanas en un centro de aislamiento. Otra vez se sentaron en los bancos congelados y las horas desfilaron ante sus ojos, con la única promesa de esperar hasta que hubiese capacidad en los centros de aislamiento. La noche los sorprendió sin respuestas.
El viejo se indignó por tanta demora y quiso regresar a casa. Agarraron los “matules” y retornaron al reparto Sosa. En la medianoche, el claxon de la guagua encargada del traslado de los pacientes hacia las unidades hospitalarias los sacó del sueño. A esas alturas gestionaron posponer el traslado para las 8:00 am del día siguiente.
atencion ancianoaCelia le ganó al alba. Preparó desayuno y otra vez alistó su equipaje. Preparó también unas cazuelas con alimentos ligeros y yogur. Al mediodía se extrañaron por la demora del vehículo que debía recogerlos y ya en la tarde se alegraron de que no hubiese aparecido. Ella desarmó el equipaje.
En los días venideros no varió demasiado su estado de salud: fatiga, pérdida del apetito y del gusto, dolores musculares, incluso diarrea, y la fiebre de Jesús aparecía cada tarde religiosamente. Gracias a la colaboración de la familia ambos pudieron hacer un tratamiento con Azitromicina para prevenir alguna infección respiratoria y compraron, sobre precio, dos pomos de Nasalferón para saberse protegidos.
Llegó el momento en que las fuerzas menguaron de tal manera que el anciano perdió la vitalidad, apenas daba pasitos. Los familiares lo llevaron otra vez al hospital Guevara, le realizaron análisis de sangre. Intentaron hacerle Rayos X, pero “no había placas” y volvió con su agotamiento al hogar y sin demasiadas respuestas.
Celia se propuso comprar Rocefín en el mercado negro. Le recomendaron que eso evitaría una neumonía, posible complicación y causa de la fiebre de su esposo. Pero no tuvo suerte.
Nueve días después de manifestados los primeros síntomas y cinco jornadas desde que le realizaron el PCR finalmente se confirmaron las sospechas, ambos eran positivos a la Covid-19. Finalmente reapareció la guagua ataviada en verde y los trasladaron hacia el hospital Guillermo Domínguez de Puerto Padre.
De camino al aislamiento la anciana se sintió aliviada, allí iban a recibir el tratamiento necesario, aunque los días más difícil de la enfermedad ya habían pasado entre viajes al policlínico y llamadas telefónicas en busca de medicamentos que nunca aparecieron.
Celia pensó para sus adentros que los contratiempos llegaban a su fin, aunque “la suerte los había acompañado”. Una vez ubicados en la sala de la instalación médica escuchó el primer inconveniente, se había terminado el Interferón. O sea, les tocaba aguardar allí sin ningún tratamiento específico que ayudara a combatir el virus, definitivamente la anciana se declaró “con babalao detrás” y uno enfurecido, de esos que combinan escasez de recursos con malas praxis y cuestan la vida.

Una semana después la pareja volvió al hogar. A su llegada aún no habían fumigado el domicilio y a sus pacientes cercanos, que viven en la planta superior de su vivienda, no les habían realizado prueba alguna que buscara la presencia de la Covid-19. Accedieron a contar su odisea con la esperanza de que ninguna otra familia vuelva a enrumbarse como ellos, en una pelea contra la pandemia y sin el respaldo necesario.

 

 

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