
Las Tunas.- Hablar de la enseñanza es hablar de la raíz de la sociedad. La mayor parte de la vida se pasa al lado de los maestros y profesores, esos seres especiales que nos acompañan desde la primera infancia. Son ellos quienes, con paciencia y una vocación imborrable, acompañan a cada estudiante desde la niñez en el descubrimiento del mundo.
Enseñar no solo es educar y transmitir conocimientos, es sembrar esperanza. De la mano del maestro aprendemos las primeras letras y, a la vez, a interpretar la vida. Enseña Matemáticas, pero también a resolver problemas; enseña Historia y también a comprender que cada persona es parte de un relato mayor. La felicidad más grande que puede sentir un infante es cuando recibe de la mano de su guía el certificado de Ya Sé Leer.
En la palabra de un educador hay disciplina y ternura, en sus gestos hay exigencia y comprensión. Esa mezcla única convierte la educación en un acto profundamente humano, capaz de trascender los muros de la escuela y llegar al corazón de cada alumno.
Detrás de cada profesional hay un docente que creyó en él antes que nadie. La huella de cada niño comienza en las aulas, en esas horas de empeños aprovechadas por alguien que dedica su energía a formar seres capaces de pensar y sentir. Aunque muchas veces enfrentan carencias, sobrecarga laboral y falta de reconocimiento, continúan adelante, inventando recursos, adaptándose a nuevas realidades y sosteniendo la esperanza de que la educación puede cambiarlo todo.

La verdadera recompensa para un profesor no está en los homenajes, sino en esos encuentros inesperados que llegan con el paso de los años, cuando los alumnos reconocen al evangelio de pelo blanco que les enseñó a pensar y no pueden evitar un “Maestra, ¿se acuerda de mí?, usted me dio clases”. Entonces, como si el tiempo se hubiera detenido, ella evoca aquel rostro que alguna vez fue infantil y perfectamente puede suceder que le dice hasta su nombre, para asombro de todos.
En cualquier centro escolar hay un espacio donde se cruzan mundos distintos, el niño que sueña con ser doctor, el adolescente que aún no sabe qué camino tomar, la joven que quiere escribir poemas. El educador es el que escucha, orienta y, sobre todo, les recuerda que cada cual tiene un valor único. Esa capacidad de ver más allá de las notas y los exámenes, de reconocer talentos ocultos y dar confianza, es lo que los convierte en verdaderos arquitectos del futuro.
No podemos olvidar que la labor docente implica notorios sacrificios. Muchas veces llevan trabajo a casa, corrigen exámenes de madrugada, preparan clases con recursos limitados o buscan estrategias para motivar a estudiantes que han perdido la confianza en sí mismos. Aun así, cada mañana vuelven al aula con la misma idea de que enseñar es un acto de amor y que vale la pena.

Los educadores no son figuras lejanas que solo aparecen en los recuerdos de la infancia, son protagonistas de nuestro presente y porvenir. Congratularlos no es un gesto de cortesía, es una deuda. Sin ellos no hay profesionales preparados, no hay cultura, no hay progreso.
En una enseñanza u otra, todos tuvimos un profe que recordamos con inmenso cariño, entre otras razones por la entrega y el amor que demostraron, y la paciencia cuando nos explicaban una determinada materia hasta que la comprendiéramos.
Son ellos los que te hablan al oído y te dicen: “Tú puedes, eres capaz”. Son los que en silencio hacen germinar la semilla que, con el tiempo, se convierte en árbol. Son los verdaderos héroes cotidianos, aquellos que no necesitan capa ni aplausos para transformar el mundo. Quizás el mejor homenaje que podemos darles sea reconocer que, gracias a ellos, todos tenemos la oportunidad de ser mejores.

