relevo generacional

Las Tunas.- Cargo unas alas ajenas y medio rotas hasta el Centro de Orientación y Diagnóstico (CDO) de Las Tunas: cierto niño comienza en la escuela y necesita caminos especiales para transitar. A las puertas del “caserón” me retuerzo buscando el nombre de la psicóloga que siempre sabe qué hacer en estos casos. De milagro lo recuerdo… Pregunto, y la voz del otro lado me desarma: “Ella ya no trabaja aquí, se fue hace meses para una dulcería particular”.

El trance me supera. Rememoro el rostro de la pediatra que sigue aconsejando en la noche, por teléfono, a los padres de sus pacientes de antaño, porque tuvo que colgar la bata blanca y ponerse a trabajar en una mipyme. “La placa de la casa se me venía encima y no podía esperar a que le cayera arriba a alguno de mis hijos”.

El año pasado una colega se despojó del orgullo y partió muy oronda a hacer fotocopias. Hasta la fecha, en mi red más cercana, enumero al psiquiatra que ahora lleva productos a domicilio, al informático que en un “negocito” gana lo que yo no junto en años, a la abogada que pone extensiones de pelo, la letrada detrás del mostrador de una cafetería…

Mientras espero por la especialista que va a orientarme en el CDO, recuerdo que uno de los compañeritos de cuarto grado de mi niño, en una conversación sobre planes vacacionales, me inquirió sobre cuál era el trabajo del papá de Dudú. Le dije doctor y la mueca llegó ipso facto: “Qué va, no van a poder ir a un hotel, mi mamá dice que ser médico es lo último”. Cómo me hizo “reír” ese pequeño…

Al parecer no hay que pasar de la Primaria para darse cuenta de que algo muy macabro se apoderó del orgullo profesional y lo redujo a añicos ante la necesidad de un salario que alcance para vivir, aclaro, no para darse el lujo de vacacionar. Y mientras el precio de la leche en polvo cotiza cerca de los dos mil pesos, muchos de los que cuelgan títulos de especialidades, maestrías y hasta doctorados siguen recibiendo, poco más o menos de seis mil pesos una vez al mes.

La esencia de lo que alguna vez fue el sueño de todo niño humilde también se tambalea: hacer una carrera. Y me pregunto de dónde van a salir los incentivos para que la generación que ahora se espiga desde sus celulares quiera ser el relevo en centros asistenciales, en las aulas, detrás de los juzgados, inventando vacunas que salvan vidas.

La presencia del sector privado, que alguna vez tanto temimos, se ha vuelto el asidero que muchos de los cubanos vislumbran como meta para darles solución a sus demandas económicas. Por otro lado, la remuneración estatal permanece inamovible y ya explicaron su pertinencia con el objetivo de impedir otra ola de inflación, pero los que quedamos sujetos de salario fijo apenas estamos sobreviviendo en esta marea.

Quizá sea imprudente decir que la indolencia está ganando hoy cada vez más terreno. El que vende, ya sea del encargo estatal o particular, puja por mayores ganancias y los que compramos hacemos maromas para mantenernos cuerdos, a sabiendas de que la pirámide invertida es un concepto que ahora mismo está lejos de subsanar sus heridas.

Tal vez sea más insensato hablar de diferencias sociales, marcadísimas en nuestro entorno, pero sabemos que son inherentes al desarrollo. Lo triste e ilógico es que los profesionales hoy carguen con la mochila más pesada y menos atractiva. Y vuelvo a preguntarme, ¿cómo la pasamos a los hombros de nuestros hijos?

Para ser sincera, fui muy bien orientada en el CDO, como siempre. Pero el peso de los que ya no están en cada institución es una alarma a futuro que resuena potente. El país tiene el reto inmenso de reaplicar aquella máxima que aprendimos cuando niños “a cada cual según su capacidad…”.

Sigo preparando a mi hijo para el mejor horizonte posible, le exijo usar la mente… No acepto errar el camino. Porque con lo que estamos “jugando” es con el remplazo, con “los pinos nuevos”, y sabemos de sobra que solo se puede educar con los ejemplos. Otro concepto, al parecer, pasado de moda.

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