colas covid

Las Tunas.- El rocío está en esa suerte de letargo que anuncia el descompadreo con el sol. La calle comienza a coger el ritmo de la mañana. Es jueves. Febrero camina con una compleja situación epidemiológica y Las Tunas, un día que otro, marca las estadísticas de los casos positivos e infectados con el mortal virus SARS-CoV-2. El rebrote en Cuba con su curva letal en amenaza ascendente da señales muy serias de que el inicio del año 2021 hay que pensarlo de otra manera, en asuntos claves como prevención de riesgo y protocolos sanitarios.

Sin embargo, algo me dice, al observar a la gente, que en muchos no es así. No siento que asocien el nasobuco con la raíz de sus vidas. Algunos no lo traen. Otros lo llevan a la usanza de un babero o una gargantilla. Tampoco faltan los besos y abrazos mañaneros. Es difícil tragarse los afectos, caramba, pero la realidad se impone. O mejor, quizás te enseña la expresión del amor más hondo, el que está bajo la piel o los túneles del pecho y no necesita de tanta apretadera. Una mirada basta. Las acciones confirman.

Es complejo escribir sin estupor. Los chicos siguen pasando las manos por las jardineras. Los adultos no los regañan. El carretillero lleva ajos y platanitos y la gente baja del edificio, los tocan, los dejan. Otros los compran. Salomónico esto de romper de golpe las costumbres y las rutinas. ¡Pero qué triste para mí ver las cuadras muertas entre cintas naranjas, sin el bullicio de los amaneceres y las casas ahí, silenciosas y apenas “humanas” entre las rendijas!

No hay percepción de riesgo, indiscutiblemente. Creo que el término asintomático no cala con toda la triste semiótica que posee en el escenario de esta pandemia. De buena tinta supe que había personas protestando porque cerraron la tienda Leningrado, en esta ciudad, para higienizarla y adoptar medidas preventivas o detener posibles contagios. La venta de los módulos era el eje de la dicotomía. No tengo comentarios. Prefiero omitirlos.

Recordé la historia del joven Javier contada en Cubadebate. Se recuperó, pero perdió al abuelo. Sus confesiones son puñados de arena en los ojos. Y esa frase ahí, como la campana: “Uno no piensa que se va a enfermar hasta que le pasa”. Mi mente es una sucesión de imágenes y tragos en secos. Una gran amiga perdió a su padre y nunca supieron cómo cogió la Covid-19. Otra espera los resultados en un centro de aislamiento. Adultos mayores juegan dominó. A veces, se les olvida la mascarilla. De todas maneras están sentados a la mesa, remueven las fichas, bonchean, pasan horas a casi nada de distancia unos de otros. ¿Cómo decirles a los chicos que no es bueno jugar a la pelota o al escondido?

Alguien dice que no es sano tener miedo. ¿Es miedo darse el derecho de vivir con salud y cuidar a los que amas? ¿Una multa compensa el proceder de estos simuladores de guapos y guapas que se creen, al parecer, inmunes, e irrespetan alertas médicas y disciplina social? ¿Hay que poner agentes de Seguridad en las comunidades para que impere la cordura y la responsabilidad? ¿Es digna una conciencia social impositiva?

Hay fallos por doquier, incluso, institucionalmente. En estos meses de experiencia y dolor hay razones y señales para repensar la entrega de alimentos, sean módulos o en ferias y placitas. Repartir lo poco entre muchos es un rompecabezas y en asuntos de economía retroceder un paso es fuerte, más con un mundo quebrado y cerrado. Con todo, estar vivos y sanos empieza por uno mismo. Nos tocó estar acá en esta guerra de enemigos visibles e invisibles. Luchemos con amor y sacrificio, cuerda y respetuosamente. Tu descuido puede ser mi caída. Es una cadena, desde casa. No es después, es ahora. El mañana con ausencias, frustraciones y lamentos nunca es una victoria. La victoria es la vida. Y esa, a pesar de tanto, la ganamos con decencia. La decencia de todos. No se contagie con esas cuentas que simulan sacar los guapetones. Ellos también son vulnerables. Ojalá no lo comprendan demasiado tarde.

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