tarima venta agroLas Tunas.- El último crujido de la olla reina me pone de pie, frente a ella, como resorte. Repaso el reloj y respiro aliviada porque la “corriente” esta vez no se salió con la suya. Destapo y compruebo el grado de cocción: el tenedor se hunde. Escucho que en la calle alguien vocifera: “El que esté haciendo ese potaje que me dé, huele a todos los 'hierros'”. Recuerdo que me falta el sofrito y eso que dijeron no es conmigo.

Apenas abro el refrigerador caigo sobre la triste cuenta de… ¿dónde están los ajíes? No tengo ni un diente de ajo, el último cebollín se me escurrió y un gajo seco es la sombra de lo que alguna vez fue cilantro. ¡Hay que comprar! Las ofertas de la avenida del Aeropuerto convidan. Desde lejos veo todo cuanto necesito, pero llego a la tarima, pregunto por los precios y voy formulándome, por lo bajo, la idea de abandonar la profesión e irme al campo a cultivar tomates.
La que vende habla por teléfono constantemente: “Mijita, yo estoy igual, ya no copio ni una novela turca más, que va, tengo que descansar”. Habla y fuma, pero aun así no se confunde en las cuentas. Me acribilla. Por un poquito de ajíes en la bolsa me “suena” 40.00 pesos, el mazo de cebollas da ganas de llorar, pero tengo que llevarlo, y termino soltando 70.00 pesos más por tres malanguitas patisecas.
La mujer que va después de mí me cuestiona: “¿Eso te costó 70.00 pesos, qué es una libra? Le hago una mueca de aprobación y ella masculla: “Qué falta de respeto. Pobre de los que tengan que hacer papilla para bebé, ni la calabaza, que antes era comida de puercos, ya se puede comprar”. Asiento y me alejo cabizbaja, la muchacha sigue hablando tranquilamente y repesa los ajíes de la señora.
Con el de los ajos la cosa es similar. “La cabeza vale 20.00 pesos”. “Oiga, si no se ven”, esgrimo. “No las verás tú, y aprovecha, que como se está poniendo esto en fin de año costará 40.00”. Mi interlocutor no debe llegar a los 20 años de edad, trae como cuatro collares de ajos que parecen asfixiarlo. Es lentísimo para las cuentas y me confiesa que para todo necesita usar la calculadora. “Menos mal el celular”.
Frijol que se respete debe tener puntos de convergencia con la carne de puerco, pero ahí sí ni me acerco. Igualmente escucho que ya está a 320.00 pesos. Frente al puesto ataviado de perniles me río cantidad, un perro se acerca a husmear, agarra algún pedacito que no preciso a reconocer, le caen tres palos distintos en un santiamén, y no hay manera de que lo agarren. Me alegro, digo entre dientes.
Regreso frustrada, con el ceño que se me quiere romper. Exijo que alguna “luz cegadora” haga justicia. Entonces, casi a la par de mi desidia, el Comité de Contratación y Concertación de Precios, del municipio de Las Tunas, anuncia una actualización de los costos de compra y venta de siete productos agropecuarios, como parte de las acciones de enfrentamiento a los importes abusivos. ¡Por fin!, me digo, sin embargo, para mi sorpresa, el “tope” es para subirlos más.
Acaricio el último plátano macho que me costó 12.00 pesos. El carretillero que pasa cada mañana frente a mi puerta nunca ha respetado ningún tope. Él es independiente a cualquier reordenamiento. También los de los puntos. De lo que sí entienden es que cuando elevan las tarifas en los mercados, ellos suben las suyas, ipso facto.
Días atrás, leí en las redes sociales el comentario de uno de los principales actores económicos de la localidad que exponía que muchos de los grandes establecimientos de la ciudad quedarían desabastecidos por la falta de margen comercial que tenían y lo difícil que les resultaba mantener precios accesibles en tiempos de inflación. Yo me preocupé.
Pero ahora, ante el sofrito interminable que para nada huele “a todos los hierros”, mi mayor preocupación acompaña la gente que vive de un salario (médicos, abogados, periodistas, domadores de leones…), los jubilados y los de menos ingresos, los que no comercializan tomates a 150.00 pesos la libra, que tienen que hacerle frente a nuestra economía cambiable, con tendencia al alza cada día, sin que nadie pueda alcanzar el freno. Especialmente, sigo sintiendo que hace falta más protección para los vulnerables, sí, sí falta.
Con el plato de los frijoles de frente descubro que perdí el apetito. Y eso que desprende algún olorcito. Pienso en el perro que se salió con la suya, en los “collares” del muchacho del ajo, en el precio de la malanga. ¡Los tomates! Qué va, hay que mudarse para el campo.

 

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