ciudad2Las Tunas.- Cada signo de violencia engendra más violencia. Es una cadena macabra, inaceptable, pero cierta. De ahí que a diario sintamos sus frecuentes y amargas señales en nuestro entorno. Todo puede empezar por un simple turno en una cola para comprar alimentos, medicinas, viandas o cualquier producto en oferta. En casa no es menor la tensión, y suman las secuelas psicológicas de la pandemia que también cobran sus cuentas.

Se vive con estrés, suficiente para que la tolerancia o la paciencia pierdan la pelea cotidiana contra la aspereza y las conductas violentas, las cuales muchos aceptan como un proceso lógico y consecuente de la crisis que atravesamos. No pienso así.

Opiniones, tanteos y conversaciones directas con nuestros paisanos apuntan a que las aceptan como algo coherente ante la persistente y agotadora lucha por la sobrevivencia. Sin embargo, bajo ningún concepto pueden valorarse las conductas incorrectas como “normales o consecuencias de...”. Nadie tiene derecho a maltratar a otro, ni los padres a los hijos. Y menos, quitarle la vida o ponérsela en peligro.

La decencia no usa ropa prestada. La pobreza no es deshonra. Robar, matar, agredir, faltar el respeto, ser vulgar y violentar cualquier norma, sí. Eso es lo que ocurre ahora. Si usted está frustrado, con razón o sin ella, la coge con otro. No dialoga. Bueno, realmente creo que nos falta aprender a dialogar. Es un viejo mal, consecuente -para mí- de la falta de autocrítica y patrones generalizados socialmente como la unanimidad y el “ordeno y mando”, puesto de manifiesto en la jerarquización del poder real o redimensionado.

A esos desórdenes humanos, por llamarlos de algún modo y acercarlos a los estados emocionales que nos amargan la vida y perjudican a otros, hay que ponerles coto, sea con la ley o con más agentes del orden público en las calles, pero muy bien preparados, corteses en sus procedimientos, ecuánimes al ejercer su función. Y no hablo de cuidar colas. Hablo de preservar la paz, la seguridad ciudadana, la disciplina social. Y esto va con todos. Y “todos” somos “todos”. No hay redundancia ni cacofonía. Hay reflexión.

Desde hace un buen tiempo hablamos de crisis de valores, de mala educación formal, de juventudes perdidas, de viejos verdes y niñas con tacones altos... de ajustes de cuentas, de colados, de broncas en discotecas, quinces... "en fin, el mar", como dice una gran amiga mía. Ese mar picado y turbulento que destruye familias, trae lágrimas, sube la presión arterial y te hace sentir, con sus malévolos tentáculos, que vives en un lugar vacío, enfermizo, sin espiritualidad, ni códigos urbanos, éticos y morales.

Por eso, no creo que la violencia visible hoy y extendida, por demás al territorio nacional, sea producto de la crisis económica actual. Por años nos ganó el paternalismo, la autocomplacencia, la tolerancia colectiva. Recuerdo ahora a nuestro querido colega José Armando Fernández Salazar, quien reconocía en uno de sus artículos años atrás que “lo malo parece bueno”. Hemos callado cuando había que levantar la voz.

Y eso, lamentablemente, es una moraleja aplicada. Los valores no se afianzaron en la conciencia individual y colectiva como debió ser. Las fisuras estaban ahí, a la espera de cualquier mínima oportunidad para mostrar sus tejidos. Y esta debacle económica, con el largo antecedente del Período Especial, y reforzada por la sacudida que dio al mundo la pandemia, nuestros aislamientos, cambios de rutinas, cierres de centros de trabajo y escuelas, escaseces y malos vicios como el acaparamiento, revendedores, diferencias notables en la economía doméstica, las solvencias monetarias familiares e individuales… fortalecieron la violencia, siempre ahí, parapetada en la parábola cotidiana de la vida “normal”.

Coincidentes o no con mis puntos de vista, pienso en que debemos estar de acuerdo en que es inadmisible aceptar que podemos ultrajarnos los unos a los otros porque los precios sean desorbitantes, ya no existan shopping que nos salven de urgencias y esté sobredimensionado el desabastecimiento estatal en cualquier área, mientras el privado tampoco oferta mucho y, si lo hace, son productos con normas mucho más pequeñas de las habituales, carísimos y muy lejanos a sus sabores originales.

Nunca lo mal hecho será coherente y bueno, haya o no escasez. Hay muchísimas maneras de buscarse el sustento de forma honrada, decente, a pesar de que no existan fuentes de empleos en oferta o el Ministerio de Trabajo tenga las menos demandadas.

Si algo distinguió a Cuba después de 1959 fue, justamente, la tranquilidad y el respeto ciudadano. Nos cuidábamos de “oler a chusma” en una cola, a ser llamados ladrones, estafadores, inmorales... y cuando afloraron ciertos tipos de vagos, pues se les cayó encima con la Ley o la labor profiláctica para evitar males mayores. Ser decente, buen vecino, trabajador y honrado era la mejor carrera que se pudiera tener.

Apostemos por rescatar ese respeto personal y colectivo. No repitamos consignas, actuemos con cordura y humildad. Ya lo violentado hasta aquí no tiene remedio. Hacer un ahora y un después sin violencia no es un acto heroico. Es el derecho legítimo que tenemos a que nuestro espacio respire paz y armonía y la obligación, irreversible, de corresponder igual a los demás. Los valores no se pierden ni los matan las crisis. Discernir es una actitud consciente. No justifiquemos. La violencia, la mínima violencia, es condenable. Actuemos por Ley. Es necesario.

Escribir un comentario

Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social. Recomendamos brevedad en sus planteamientos.

Código de seguridad
Refescar