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Las Tunas.- La vida parece normal, al menos para muchos. Hasta en casa, confieso, muchas veces tengo que alertar que pongan los pies en el paso podálico, a pesar de que es una cajuela de zinc totalmente visible. Tanteo los comportamientos humanos y hay coincidencias: el nasobuco prácticamente todos lo traen (algunos mal puesto), pero el distanciamiento social es muy relativo, tanto que si fuéramos a agregar con acuñada ironía un nuevo estilo de pensamiento a este siglo, bien le quedarîa “en molotes”, digo yo.

Lejos estoy de querer arrancar sonrisas en un asunto tan serio como es el análisis diario de la Covid-19 en Cuba y de manera especial en la provincia, donde si bien se reconoce hay un control del virus, las cifras de abril superan las del año anterior sin ser escalofriantes como las de otros territorios del país.

Las autoridades locales advierten de la alta probabilidad del contagio y su incremento, pero la percepción de riesgo y esa responsabilidad propia, poco cambia. El andar por sitios comunes, sobre todo mercados y comercios, evidencia que las personas no piensan ni conciben que cualquier espacio, incluso la casa, es una zona roja.

En un artículo bien argumentado de mi colega István Ojeda, publicado en nuestro sitio digital www.periodico26.cu, se pone al desnudo la compleja y dura situación epidemiológica que tiene el territorio y, sobre todo, esta capital. Las palabras del doctor Aldo Cortés González, subdirector del Centro Provincial de Higiene, Epidemiología y Microbiología, fueron claras y precisas a la periodista Misleydis González: “Si seguimos a este ritmo vamos a tener más de 80 y 90 casos en una semana; dependerá del pueblo cambiar esos pronósticos”.

Verdades absolutas. Una realidad de la que se toma conciencia cuando llega el taxi amarillo, con personal especializado, a realizar el PCR. Ahí se aprieta el corazón, los vecinos curiosean, se ponen las manos en la cabeza, saltan lágrimas y la tempestad trae rayos y truenos. Luego, los sufrimientos, lamentos y miedos son peores. Las consecuencias, impredecibles. Empero, para riesgo de todos, en eso no se piensa jamás. Tengo esa certeza cuando veo los coches pasar por la avenida tan cargados como siempre.

Al preguntar por las colas del complejo comercial Leningrado, en mi reparto, y mi esposo me dice que hay “un molote en la matica de al lado del quiosco antes de cruzar la calle, y otro más organizado debajo de la que está casi frente a la escalera de la shopping... y allá, frente a la escuela Tony Alomá, perdí la cuenta”. Cuando veo las carrileras humanas pegadas unas a otras en gestiones bancarias, las compras en tiendas y agromercados, las farmacias... no dudo. La realidad me supera.

En fin, las mismas indisciplinas que acostumbramos cometer como si fueran lo más cuerdo del mundo y están de tal modo arraigadas, al parecer, que ni una pandemia cruel y mortal como la Covid- 19, las detienen. Parece moda decir que si no haces cola, no comes. Las esperas, los turnos y las colas las he visto siempre, no es novedad de estos tiempos. El problema no está en las filas ni el número de la libreta. Es la manera en cómo las hacemos y las fatales consecuencias que pueden generar ahora.

Yo, aferrada a que podemos hacerlo bien, me vuelvo a preguntar lo mismo: ¿Qué concepto de amor pueden tener esas personas que se aglomeran conscientemente, desoyendo toda advertencia epidemiológica? ¿Dónde la instrucción y la cultura pierden la convergencia? ¿Somos tan ingenuos o tan guapos así que nos creemos “intocables” por la enfermedad? ¿Cuántas personas se contagian y sabemos son responsables, andan debidamente protegidas y usan el gel de manos hasta con pasional manía?
Y hablo de amor porque es la esencia.

Cuando el doctor Durán dice las cifras de lactantes, infantes y adolescentes infectados me erizo tristemente. Los hijos en edades tempranas son el reflejo y producto neto de sus padres. ¿Es amor íntegro y preocupado, protector por demás, ese que los expone al salir de casa, muchas veces por actividades que no son vitales y pueden esperar? ¿Debo concebir una paternidad “de ley” en quienes los dejan jugar en las calles y merodear hasta altas horas de la noche -o en cualquier horario-, como si no supieran la existencia de una pandemia mortal e invisible?

Puede estar o no de acuerdo conmigo, pero enormes pesadillas hay detrás de cientos de familias que viven o vivieron ese momento negro de saberse positivas al virus. No son las mismas. No juegue con usted. También lo hace conmigo y, créame, ni aun cuando me pida permiso le autorizo. La vida ajena se respeta, con y sin igual apellido. El SARS-CoV-2 mata y puedo morir si jugamos con el fuego. No juegue, por favor.

 

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