poetas cubanos 2

Las Tunas.- Estoy enhebrando los cursos que componen y descomponen lo que llamaríamos poesía cubana actual. Son ciclos. Son marejadas parecidas a las de un rutinario boomerang.

Uno de los más lúcidos y estremecedores poetas de lo que me atrevo a llamar “Poesía cubana actual”, se llama Oscar Cruz y nació en Santiago de Cuba en 1979. Es lo que llamamos joven poeta. Pero las definiciones son riesgosas al entender que el tiempo de la poesía es el del desgaste de una cláusula epocal. Oscar Cruz ha logrado varios premios nacionales y funda, desde su aparente nubilidad, un estilo fresco y duro a la vez, ardiente y epopéyico, nada complaciente, con una multiplicidad de corrientes que bordean el sustrato filosófico de sus textos. Arriesga y no teme arriesgar el cauce de una tempestad que arropa en las mismas aguas los afluentes del beat, el realismo sucio o los clásicos del pensamiento francés como Baudrillard, Bataille, Derrida, y Barthes, entre otros. Una poética tan interrogadora como hiriente. Tal como la propia contemporaneidad que la acuna.

Tanto se ha escrito sobre Ángel Escobar (Guantánamo 1957- La Habana 1997), que temo decir lo que todos dicen. Y como ese podía ser el riesgo consciente del asunto, establezco un imperfecto diálogo con mi sombra crítica, todo para desprejuiciar el legado de la censura efectista. Ángel, como Abraxas, el más antiguo de los dioses, según ciertos sirios y persas, al que Los Basilidianos, herejes del siglo II, le hacían el jefe de 365 genios que regían los días del año. Habría sido enviado por Cristo a la tierra como un “espectro benévolo”. Ese es mi símil de cambio. Escobar inaugura y cierra, con él, con sus libros, un espacio que devora los incestuosos estados mentales de la poesía. Trágico, vehemente, compulsivo, define la dureza de una cultura hecha de transgresiones y de caos, abusa (con ánimo vanguardista) de los motivos de una permanencia a pesar de terribles vientos, y se instala, para mi absoluta perversión crítica, al lado de Eliseo Diego y Lezama Lima como uno de los tres mejores poetas cubanos del siglo XX.

Si el viejo revólver con el que Raúl Hernández Novás (La Habana, 1948 – 1993) apretó varias veces, después de tres intentos fallidos, no hubiese disparado una bala mortal, suicida, rebrotaría su magnitud endemoniada como poeta suicida igual. Para su existencia importaría más, para la obra no. Un poeta conversacional, lezamiano, un líder de una devoción alienada convertida en sustancia de ethos, una espejeante marea de ebulliciones, el cine, las máscaras literarias, Vallejo, la madre, el rostro impersonal de su desgracia humana, calibran las expresiones de un autor raro y muy influyente. La Comarca de poetas suicidas (Ángel Escobar, Serguei Esenin, Paul Celan, Ernest Dowson, Sylvia Plath, entre otros) lo afirma y distingue. Parece confusa una loa así. La culpa es de la muerte y de la poesía, o, tal vez, de culpas necesitadas de perder su nombre. 

Algo pasa, algo ha marcado, y dislocado, los mapas, aparentemente apacibles de la poesía cubana. Una de las razones, si no es la superior, es el asalto de una generación donde convergen los más acertados símbolos de la identidad y a la misma vez el desarraigo ante las tradiciones impuestas. Uno de los autores de esta avanzada generacional es Alexander Besú, y sus poemas lo confirman. De eso se trata, de reverenciar a un poeta que reconoce la genealogía de su tradición, y que derroca sus propias máscaras y las habita, que constriñe los desafectos cotidianos bajo el eco de una hiriente ternura. Hiriente y alucinatoria. Es una poética – virus, lo es desde que aduce, desde el solipsismo mallarmeano, las marcas de una transtextualidad que sobrepasa su violenta presunción. Lo es, entre tantas argumentaciones, porque la multipolaridad de su visión literaria no es dicotómica con el subrayado ontológico. En sus textos, el orden es como un eco de corrientes que aparecen y desaparecen. Como un laberinto que arropa, y esconde, las señales más virtuosas de una contemporaneidad y sus asideros. Un poeta y un estilo, vívidos, inquietos, imprescindibles.

Uno de los poetas, narradores, ensayistas y críticos más lúcidos del país. Un incuestionable sentido de resistencia cultural, una especie de domador de marejadas literarias, a grandes rasgos se me antoja el perfil de Jesús David Curbelo (Camaguey, 1965). Enfebrecido por las marcas de un idioma hecho de turbiones elegíacos, a la caza de los monumentos lúdicos y los convocados por la solemnidad más polvorienta, quizás son razones, enigmas, detalles, que atraviesan el reino de este autor. Muy pocos en Cuba poseen la cultura literaria de Curbelo, menos portan la rigurosa pulcritud de su lirismo, el encendido fervor para cruzar la maleza y arroparse en ella. Quizás esos sean los mejores signos de la trascendencia. El encanto de una literatura que necesita crudeza y el réquiem por lo llamado hermoso. Una estirpe poética la de Jesús David, en vías de extinción. 

Laura Ruiz Montes (Matanzas, 1966). Ha publicado varios libros de poesía, teatro y literatura para niños. Poemas suyos aparecen en las más importantes antologías realizadas sobre poesía cubana en los últimos años. Es, quizás, la mejor poetiza de su generación en el país. Sitio que disputaría con autoras tan disímiles como Damaris Calderón, Teresa Melo y Sonia Díaz Corrales. Tal vez importe menos un ranking como ese y sí las coordenadas deliciosas que relacionan el estilo de Laura. Inquisitiva, dura de roer y respetuosa con las tradiciones que la bañan. Esos elogios son solo un vuelo de coincidencia. La mixtificación de un vuelo a aire abierto. 

Jorge Luis Mederos (Santa Clara, 1962), es uno de los felices culpables del cambio torrentoso de la décima cubana a principios de los años ` 90 del siglo pasado. Desde gérmenes socio-culturales variados, la poética de Mederos trascendió el refugio de una métrica hosca y dada a fruslerías de ocasión (con salvables excepciones, claro). Su libro Otro nombre del mar configuró la estación de arrancada, el esbozo de una generación que encontró un sendero de fluencias laberínticas. Después vino, también para Jorge Luis Mederos, la fuga, los derrumbamientos de la sobrevida literaria: habitar, como un elegido el canon de la estrofa. Un canon abierto, o desplazado a favor de un pensamiento cultural profundo.

Algunos hablan de sequedad expansiva, unas abstracciones que por innumerables circunstancias repiten un obsesivo paralelo cultural, ciertos códigos que enmurallan una zona creciente de la poesía cubana actual. Hay, sin embargo, notorias excepciones, una de ellas, una de las voces que me importa rescatar es la de Jamila Medina Ríos, nacida en Holguín, en 1981, y que publicado, entre otros el poemario Huecos de araña, premio David 2008. Hace unos pocos años la autora recibió el premio Alejo Carpentier en el género de ensayo por un acercamiento magistral a la obra y significación de Calvert Casey para sus lectores. La poesía de Jamila está imantada por unos continuos y delirantes gorjeos en el que suponemos un orden teorético para reblandecer la superficie simbólica de tal manto.

Una de las voces líricas más sugestivas de la llamada Generación del `80 en Cuba es la de Emilio García Montiel (La Habana, 1962). Esa voz absorbió ciertos y especiales referentes de poéticas vitales (norteamericana, francesa) y eligió un efecto exterior para desentrañar un pasadizo cubierto por frondosas marejadas rítmicas, aluviones elegíacos, disquisiciones a flor de letra. Una poesía directa, coloquial pero de un grado de coloquialidad que inunda circunstancias arropadas hacia un cataclismo demasiado íntimo. Poetizó sobre temas que podrían ser tabú para la mayoría y nos puso de cabeza, de oídos, en los estadios, en la otra Rusia, en los ojos de amantes incrédulas y platónicas. García Montiel interrumpe una tradición en la Cuba poética pero dejando su huella encima de unos años que ahora nos parecen muy lejanos.

Muy joven murió Rolando Escardó, nacido en Camagüey en 1925 y desaparecido físicamente en 1960. Poeta de estilo conversacional, encontró un eficaz tono elegíaco para escribir sus poemas. Puede parecer excesivo creer que debía ser el mejor de los autores de su generación. La muerte cerró tal enigma. Su obra, los gérmenes de la misma, conducen a un ser que gravita por, y encima, de una época de cambios y rupturas. Escardó reproduce las interrogaciones existenciales y provoca a darle color a lo que antes solo pudimos ver desde lo blanco y lo negro. No son fragmentos los que nos dejó, sino la memoriosa construcción de un atávico destino literario y social que ni la muerte pudo enturbiarle.

José Kozer es un emigrado que no ha dejado de ser cubano. Nacido en La Habana en 1940, hijo de judíos checos (por parte de madre) y polaco (por parte de padre), en 1960, junto a su familia, prolonga la diáspora ancestral y familiar y se radica en Nueva York. Luego ha vivido en Torrox, Málaga, Andalucía, y Miami donde reside actualmente. Su poesía es tan sonora como evasiva, tan culterana como dueña de signos marginales. Prologa y prolonga una simultaneidad, eco de letanía, que resume la línea de un peaje a los afluentes simbólicos elementales de la condición poética. Lo suyo es irrigar, la trayectoria de una conversión en totalidad, la total totalidad cuasi lezamiana, ese eco de muchedumbres azotadas por los contrapuntos de una danza trabajosa e irreal. Quizás sea el más importante poeta de nuestro idioma ahora mismo.

Delfín Prats es un extraordinario poeta nacido en 1945. No creo, como aseveran algunos, su lirismo está asentado fielmente en lo conversacional. Esa sería una de las tantas maneras de descarnar la poesía que celebra este autor holguinero. Su mirada es escrutadora y a la misma vez cándida. Es perturbadora porque el camino que el poeta señala no es el sendero de gobernados instintos. La obra de Delfín Prats es de las más sinceras en el espacio de esta Isla.

Nada de artificio, nada de piruetas estructurales, la poesía de José Luis Serrano (Estancia Lejos, Holguín, 1971) establece un diálogo muy atractivo con el lector. Ha contaminado ritmos, ha recuperado un ámbito culterano saludable, vocablos que no entenderíamos como propios del universo poético, sí caben, florecen, en el universo personal del poeta. Nadie como él (hablo de este país) ha trascendido el objeto de la experimentación y lo ha convertido en un fenómeno literario trascendente, y no solo en la décima o en el soneto. La poesía hay que entenderla de un modo imperfecto, como creía Coleridge, por tanto, el pervertido deseo de imperfección que asoma en los textos de José Luis, es una manera de asumir un nuevo territorio: la apuesta radical a creer que no existen tradiciones porque todas se convocan en el espectáculo de la ruptura, o tal vez, esa misma ruptura, esa misma experimentación no sean otra cosa que la más importante tradición creada.

Legna Rodríguez Iglesias (Camagüey, 1984). Es una de las líderes de la más fresca literatura cubana de los últimos años. Cualquier género le vale. Cualquier destino es su destino seguro. Una poética aliñada con un lirismo de pelador callejero, la ontología de una cicatriz que busca no curarse sino marcar el territorio inevitable de su pleito inevitable. A ganar. Su país es ajeno pero no eso deja de pertenecerle: un lugar que reconstruye las ruinas desechadas por los silvestres perdedores de las letras patrias. Bienvenida esta imperiosa autora al reino de los que no tienen reino. Leal como la culpa que perseguimos hasta el final de la noche. 

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