javier milei

Las Tunas.- Javier Milei es presidente de Argentina y parecería que no debiera importarnos de este lado del continente. Histriónico y estridente, el candidato “libertario” se instaló en la Casa Rosada con un discurso que ha escandalizado a propios y contrarios.

¿Y por qué tiene que interesarnos esta especie de Donald Trump con aires de tango? Importa, sí, porque su perfil, marcadamente individualista, alienador y simplista llega justo ahora, cuando en este Archipiélago se somete a análisis la idea misma de qué cosa es el socialismo, mientras se pretende revisarnos la historia nacional y global. Y cuando el primer insulto al que echan mano los odiadores es “comunista”, si se trata de ofender a quien crean que amenaza su idea destructiva de los valores revolucionarios y, en general, progresistas.
Libertad dice ofrecer el execonomista argentino mientras presenta al Estado como el responsable literalmente de todos los problemas de su país y, por extensión, del mundo. Cualquier semejanza con el discurso contrarrevolucionario cubano no es mera coincidencia. El pasado por rescatar, dice, es la supuesta bonanza de su nación a finales del siglo XIX, cuando Argentina era una de las tierras más desiguales del orbe, con una economía absolutamente dependiente de los mercados externos.
Algo similar nos comentan a diario ciertos analistas en las redes sociales, que a golpe de la trampa de las estadísticas nos pintan a la Cuba de 1959 como un supuesto ideal de desarrollo, como si calcular el per cápita de autos o televisores o reproducir hasta el cansancio las rutilantes avenidas del Vedado habanero, borraría la saga de pobreza y explotación de millones de cubanos, agravada por una de las peores dictaduras conocidas en la historia americana.
Los pretendidamente valores “naturales” en lo tendiente al rol de la mujer en la sociedad, que escuchamos entre los críticos del Código de las Familias, renacen en las palabras de un Milei en Davos diciendo que “en lo único que devino esta agenda del feminismo radical es en mayor intervención del Estado para entorpecer el proceso económico, darles trabajo a burócratas que no le aportan nada a la sociedad, sea en formato de ministerios de la mujer u organismos internacionales dedicados a promover esta agenda”. O cuando aseguró que es “sangriento” el derecho de ellas a decidir sobre su cuerpo.
“El mercado es un mecanismo de cooperación social en el que se intercambia voluntariamente”, sostiene Milei y a los partidarios de Adam Smith y David Ricardo se les aguan los ojos viendo a este señor dibujar un paraíso de libre cambio, como si décadas de concentración de la propiedad en pocas manos y un agudísimo y sí sangriento reparto del planeta no hubiesen ocurrido nunca. Es un léxico terriblemente seductor que coloca la pelota en el terreno de ponderar la economía de mercado; idea que mal explicada nos conduciría a condenar al mercado dentro de la economía socialista, que ni es lo mismo, ni se le parece tampoco.
Israel, Estados Unidos y el mundo libre son sus únicos aliados, resume Milei; planteamientos no muy distantes de otros que ahora mismo encontraríamos en el debate aquí. Baste este botón de muestra, los manifiestos aparecidos a favor del sionismo después de la escalada de bombardeos de Tel Aviv contra la Franja de Gaza desde finales de año pasado o la apología de facto al modo de vida estadounidense desde el simplismo de calcular el poder adquisitivo del dólar o ponderar las bondades de seguros y prestaciones sociales de las sociedades capitalistas desarrolladas, como si estas fueran obra y gracia de la providencia y no el fruto de una acumulación originaria de la riqueza creada en el resto del orbe.
Pero quizás lo peor de este “efecto Milei” sea su retórica del cambio que esconde un “gatopardismo” de cambiar para que todo sea igual, o peor más bien; así como su idolatría por lo individual, por la búsqueda a cualquier precio de una prosperidad anunciada para todos, cuando, en realidad, únicamente será para cada vez menos personas.
Ambos mensajes son peligrosos por partida doble: por su poder inmovilista ante los ojos de la ortodoxia de izquierda anclada en la época de la Guerra Fría; y porque oxigena al fundamentalismo de derecha que enaltece al mercado antes que a los seres humanos.

 

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