Las Tunas.- Hay hombres que se anclan en los lugares y se vuelven parte entrañable de sus mejores obras. Casi siempre son seres apasionados, con la disciplina y el talento indispensables para trascender y, por eso, pulsan el alma de los espacios y los van transformando, para bien. En Las Tunas hemos tenido a muchos así.
Quizás por eso, más que traer de vuelta al maestro Cristino Márquez en esta edición de 26, queremos lucir nuestro orgullo por saberlo aliento de encumbrados empeños en el hacer cultural de estos lares. Y, de paso, contar algunos capítulos de su añeja historia a los jovencísimos que no tuvieron la fortuna de escuchar los acordes de El madrugador acompañando el paso de la ciudad un día cualquiera, desde el reloj del parque; o no saben todavía que Márquez está incluido en la selecta lista de los 100 maestros cubanos más destacados del siglo pasado.
Fue Hijo Ilustre de esta comarca y alguna vez lo confesó en una entrevista, tajante: “Pionero en muchas cosas”. Y no dijo mal. Cristino refundó la Banda Municipal de Concierto en 1975 y, años después, la escuela de esas agrupaciones; trajo hasta aquí los libros inaugurales de las especialidades artísticas, fue el primer presidente del Comité Provincial de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac), el primer músico internacionalista por estos predios y lideró a las masas populares como delegado de circunscripción hasta llegar a ser, defendiendo la cultura, diputado al Parlamento.
Cuando me encuentro por ahí, al pasar, a quienes intentan vivir de la cultura y no para ella, cual acto de fe, pienso en hombres como Cristino. Porque él, uno de los nueve hijos de Nanito (de los cuales, por cierto, cinco fueron músicos y ya van por la generación de los bisnietos siguiendo los pasos), nunca tuvo una vida fácil.
Siempre supo que el mundo de los pentagramas sería lo suyo; un poco sueño de muchacho y otro tanto, porque Nanito era trecero y los días se les iban en casa y en el barrio Cantarrana, donde nació Cristino el 26 de septiembre de 1940, marcados por mucho de ese entramado. Pero había que vivir y ayudar a la familia, por eso el gusto se completaba con los trabajos para ser aprendiz de herrero, y con el oficio de repartidor de cantinas que asumía, puntual, a las 11:00 am; y hasta con el de barrendero de un depósito de cigarros, que era su amanecer de cada jornada, cerca de las 6:30 am.
Cuentan que, a pesar de los obstáculos y gracias a su pasión, Cristino se hizo músico profesional con solo 13 años de edad en la orquesta de los Hermanos Márquez; y sí, en eso también fue de los primeros. Alguna vez le contó al colega Miguel Díaz Nápoles, de Radio Victoria, en una larga entrevista: “Yo quería estudiar saxofón, pero no sé, sentía que en la trompeta iba a ser mejor y me fui por ahí. Ese instrumento me lo enseñó el Niño Carvajal, a mí me daba un sentimiento muy grande, porque él tenía un corazón enorme y se escuchaba de una manera especial cuando tocaba la trompeta.
“Recuerdo que fui a verlo casi temblando para ver si quería darme clases y dijo que sí; y ahí comenzó esta historia hasta que un día comentó que no podía enseñarme más nada, que ya me lo sabía todo. Entonces me dediqué a transmitirles a mis hermanos y los muchachos del barrio lo que había aprendido.
“Después estudié piano con Coralia Mantilla, luego un poco el violín y la guitarra. No se podía vivir solo de la trompera, mi papá me dijo eso; hay que tocar sí, pero para dar el pan a los suyos, ayudar en la casa o donde uno esté. Así que aprendí varios instrumentos para ganarme el sustento. Los estudié para enseñar también, siempre con esa visión, yo puedo enseñarlos todos. Creo que hasta he creado un método para eso”.
Cristino decía que un músico que se respete en Cuba tiene que saber tocar las claves y los bongós, porque hay que dominar los ritmos del país natal. Él aprendió con su padre: “Son dos palitos ahí, las claves -expresaba-, pero se ponen difíciles si usted no lo aprende bien”.
Estuvo en muchos lugares, pudo quedarse y echar raíces; pero apostó aquí, en su patria chica, entre cactus y los ardores de su familia, imperfecta, como todas, pero musicalmente entregada y comprometida con transformar. Alguna vez habló de eso y a la pregunta de por qué, contestaba con otra: “Si los tuneros no hacemos por Las Tunas, ¿quién va a hacer?; eso nos toca a nosotros”.
Dicen que en alguna etapa de su vida gustaba de recorrer los barrios y sentarse en una acera cualquiera a conversar con los vecinos, a mirar a la gente pasar, a descubrir desde los pasos el sueño y hasta los ritmos. Nunca despreció melodía alguna y todavía se recuerdan como memorables sus definiciones sobre el reguetón, y de ahí se iba a la habanera, al son y regresaba otra vez, porque todo para él empastaba en la música, si te hacía mover los sentidos y trepidar.
Queda su obra, mayormente dispersa. Y habría sido un buen regalo a la ciudad retomarla en este aniversario 225 de su fundación. No es lo único pendiente. Lo cierto es que el quehacer de Cristino sigue por aquí, traspapelado. Y no es la suya una entrega que merezca vitrinas y sí, por mucho, ardor de gente.
Husmeando, y gracias al empeño de tuneros constantes como Carlos Tamayo, hallamos su rúbrica en la musicalización del poema Bajo la lluvia, en el disco Inquietud (2001), que agrupa poemas de Gilberto E. Rodríguez; y supimos que estuvo a cargo, junto a Ernesto Márquez, de la orquestación y la dirección musical del disco Por la música de adentro, años antes. Otros aciertos permanecen entre nosotros; entre ellos, sus arreglos para la Banda de Concierto, su misión mayor. Pero falta enrumbar más, mucho más, y no solo en su nombre.
Yo, personalmente, me quedo con sus visitas a la cuadra, que llevaban un ratico tumbado en la acera saludando a cuanto vecino de antaño pasara por ahí; me quedo con su cortesía y su manía bendita de mirar de frente y hablar bajito, como los hombres justos.
Recuerdo el día en que llegué a su casa y me recibió, al filo de las 10:00 am, con camisa de mangas largas y pantalón listo, “porque había visita” y conversamos entonces, acompañados de una deliciosa taza de café, de lo humano y lo divino. Ese día confirmé su gusto por la vida y por lo que había sido la suya.
Me contó de su pasión por arrollar con la “Zabala”, la comparsa de Nene Agüero, el carpintero que fuera su concuño y al que le ayudaba con los arreglos en cada carnaval. Y me dijo que disfrutaba tanto de todo aquello que en sus años en la orquesta Miramar, salía de su hogar con la trompeta, agarraba dentro de una conga, iba moviéndose con la otra y así, en el medio de la multitud, llegaba cortando cuadras hasta el sitio de la presentación para seguir bailando y haciendo bailar al pueblo.
Le hacen falta a Las Tunas, en cualquier época, muchos artistas como él. Y no es que los nuestros no valgan la pena, ¡para nada!; pero sí urge que la impronta de quienes todo lo dan, con soltura por el arte, encuentre siempre espacio y ayuda para crecer derecho, mejor. Cristino fue un negrito, de barrio pobre, que se fugaba de casa para bañarse en las aguas del río Hórmigo cuando era muchacho y le regaló a esta comarca sus desvelos mejores. Gente así, también nos hace trascender.
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Dr. Ariel Torres Tamayo
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