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Las Tunas.- Mi madre debió ver la desesperación en mi ojos. Fue en el partido contra México y ya ahí nos iba la vida después de la derrota ante Arabia Saudí. Había pasado media hora larga y la Argentina no reaccionaba. Otro revés, o, incluso, un empate, nos podía enviar directo a casa sin prácticamente haber empezado aún.

Mi madre tiene una suerte de sensibilidad callada, muy suya, que ha ido siempre más allá de mi comprensión. Lo hemos sabido toda nuestra vida mi hermana y yo.

Así que aquel día ella se acercó y me entregó un billete de un peso todo ajado, maltratado quién sabe cuántos años por tantas manos, sudores o reordenamientos varios. Me dijo que era para la suerte y yo me aferré a él con el fervor de quien no cree en casi nada, pero idolatra a su madre más allá de cualquier medida.

Ya sé que 47 millones de argentinos y otros tantos fanáticos de la albiceleste alrededor del mundo apelaron a todo tipo de cábalas e hicieron sus promesas. Sé que ellos también se creen responsables directos de la gesta, pero yo siento en algún lugar de mi corazón que el amor de mi madre ha sido una puntada imprescindible para tejer este gran sueño.

Ella, como mucha gente a mi alrededor, apenas puede intuir el sentimiento que despierta en mí el fútbol. Es muy difícil explicar el amor y a veces me cuesta darles voz a mis sensaciones, a mis miedos, a mis más íntimas e irrenunciables lealtades, más allá de las que les profeso a la familia linda que tengo.

Ella, en todo caso, supo que justo en ese momento debía extenderme su mano. Yo tomé aquel trozo de papel, muy cerca ya de perder cualquier valor real, y lo convertí en asidero, en un pecio salvador en medio del mar, y ya no lo solté más.

Claro que, si soy totalmente sincero, solo con el paso de los partidos entendí que mi madre había puesto en mis manos un fragmento infinito de felicidad. Porque luego llegó el partido contra Polonia y en un descuido todo pudo haber terminado.

Los polacos habían plantado una enorme bandera blanca en el centro del campo, así que yo me relajé y me dediqué a esperar el gol del triunfo. Así, con la guardia baja, en algún momento me fui a tomar un vaso de agua, o a mirar algo intrascendente por el balcón.

Cuando regresé, el árbitro me recibió con un guiño y de inmediato cobró el único penal injusto de todo el Mundial en favor de la Scaloneta. Messi tomó la pelota, quizás sin toda la convicción -como me sentía yo-, y alguna clase de balanza universal enmendó el error arbitral permitiéndole a Szczęsny detener el cobro de Leo.

Uno que otro fantasma se desperezó en la soledad de mi cuarto (sí, retomé la vieja cábala de ver el fútbol completamente solo), algún recuerdo doloroso de penales fallados y Copas perdidas comenzó a revolotear por ahí.

Yo, en cambio, suspiré aliviado cuando vi sobre el piso, delante de mí, el viejo billete, con Martí mirándome fijo. Sonreí con la analogía del Maestro futbolero, hincha de otro genio bueno como Messi, y me quedé un rato ahí, rebuscando en las gavetas de mi memoria si algún texto martiano habría dejado una semblanza de este deporte genial que no hacía tanto habían inventado los ingleses.

Pero el pedacito de papel ya no se separó más de mí. Le encontré un lugar ahí, en la cabecera de mi cama, y juntos vimos hacer historia al jugador más grande que ha existido jamás.

La Copa del Mundo, quizás la conquista más deseada por la raza humana, todavía nos puso a prueba al viejo Pepe Julián y a mí. En el minuto 99 ante Países Bajos, cuando casi nos arrebataban la victoria en el último instante, dudé. Miré mi mano apretada y me pregunté qué podría significar aquel gol inverosímil. Me cuestioné todo, interrogué al Universo tratando de comprender de qué manera era posible que fallara un amuleto tan poderoso como el que te llega un día, cargado de todo el amor de tu madre.

Después ganó la Argentina y de manera irremediable se metió en la final más extraordinaria de todos los tiempos. Y en frente estuvo la increíble selección de Francia, empujada hasta el último minuto por un jugador de época como Mbappé, pero yo ya no tuve dudas de que en mi mano derecha sostenía algo tan invencible como la zurda de Messi, los huevos del Dibu o la postrera bendición de Diego.

Escucha los goles de Argentina en la voz de Víctor Hugo Morales

El primer gol de la albiceleste 🇦🇷

El segundo gol  🇦🇷 

La "Scaloneta" 🇦🇷 se adelanta 3 a 2 en los pies de Messi

¡Campeones del mundo! ¿El adiós de Víctor Hugo?

Ahora que todo pasó y Messi levantó por fin la Copa más linda al cielo de Catar, no sé bien qué hacer con mi euforia. Mi madre está a 40 kilómetros de mí, ajena a toda esta avalancha cósmica que provocó con un simple acto de cariño.

Mientras me debatía entre esconder mis lágrimas -por simple pudor ante la gente más cercana y los amigos que han venido a felicitarme-, o llamar a casa para compartir con mi vieja un poco de toda esta alegría, me decidí por ponerme a escribir en el teléfono esta historia que por casi un mes me ha fundido en un abrazo silencioso y anónimo con la mujer que más amo en este mundo.

Y la verdad es que no me preocupa demasiado que aún no lo sepa, que esté allá con la casa llena de gente querida, como ella prefiere, ocupada en iniciar una y otra vez algún pequeño acto de amor cuyas consecuencias ya no me animo a prever. A fin de cuentas, Leo y el resto de jugadores de la albiceleste hacen ahora mismo su fiesta en la madrugada de Lusail, sin sospechar de qué sitio especial proviene toda esta felicidad. Argenina campeona celebra

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