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Las Tunas.- Es apenas martes y la casa le pesa sobre los hombros como continente con obesidad mórbida. A los primeros albores despide al hombrecito de pañoleta roja en la puerta, planta un beso escurridizo en sus cachetes y le recuerda que estará ahí en la reunión de padres, que escriba pequeño y no ensucie demasiado los zapatos. Minutos después se zambulle detrás de la computadora.

Es difícil atrapar alguna musa adormilada entre los pregones del ají cachucha y el frijol a 300.00 pesos cuando sabe que tiene que bajar las escaleras y hacer el mandado erizada, y todavía en ropa de dormir. Retoma la última oración y la tela de araña desde el techo le invita a agilizar la trama porque la habitación se está tornando un cuarto de desahogo y nadie vendrá a limpiar.

Una hora después escucha desde afuera de la puerta del cuarto: “¡Se acabó el aguaaaa!”. El aguijonazo la saca del paso. El tic nervioso juega con el párpado izquierdo y de cuajo le recuerda que apenas hay algo para el almuerzo. Termina el trabajo sin penas ni glorias, y ya el sol está en el centro del cielo.

Hace maromas con lo que restó de la comida del día anterior, le pone agua a la última drácena que llegó para dar o robar luz al rincón más polvoriento de la casa, y en lo adelante el ritmo la obliga a recobrar el tiempo “perdido”. Enumera en la cabeza los pendientes: recoger la casa, al menos engañar al ojo ajeno con una trapeada por el pasillito, limpiar la suela de los zapatos del niño, lavar las chancletas que se multiplican cuando están sucias…

Luego reunión de padres, la cocina que no perdona, los platos, la ensalada, la mancha de plátanos en las manos, el pelo sin peinar todavía… Despierta del letargo por el grito de su esposo desde el televisor: “¡Gooooooooooooool!”. Y se descubre pequeña, impostora, inmerecedora de cuanta mujer hoy entiende qué es empoderarse y asume que la mayor de las batallas la librará contra ella misma.

No importa la educación, el nivel cultural o los estudios de pre y posgrado. Hay un remanente vivo escondido en la mayoría de las familias que hablan por lo alto de equidad de género, pero en casa regañan a los varoncitos cuando quieren fregar o agarran la escoba. “Eso es cosa de niñas”. Ella quiere incendiar esas estirpes, pero la suya propia no es tan diferente.

Recuerda la primera vez que su suegra le advirtió que no era conveniente que el esposo vigoroso tendiera en la placa las sábanas de su hijo recién nacido: “Se van a burlar de él, en el barrio”. Ella no entendió en ese momento hasta dónde calaría la mala cimiente que ya estaba germinando. En lo adelante podría estar lavando, limpiando, conquistando al mundo que el “compañero” no atinaría a compartir las tareas. En caso de reclamo solo diría: “No me di cuenta, me lo hubieras pedido”.

Como flashazos piensa en otros hogares de antaño donde las mujeres, amas de casa, sacaban brillo de los pisos, hacían postres deliciosos y almidonaban pantalones. Se ve entonces escuálida. Atada a su teletrabajo que nadie valora, condenada a buscar más dinero, a “inventar recursos” para mantener a flote cimientos importantes, a desdoblarse para hacer temprano el alimento por si la luz se va…

En la quietud del diálogo con su niño intenta mostrarle los caminos de la equidad, pero sabe que el ejemplo en casa será un fantasma rival demasiado fuerte que probablemente termine imponiendo los mismos patrones machistas. Y está cansada de empezar discusiones en favor de sus derechos, pero no puede desistir.

Ella sabe que no cabe en los estereotipos. También le gusta el fútbol, escribe artículos científicos, hace postres como la abuela ama de casa, carga racimos de plátanos, a veces ve novelas turcas… Si su molde puede ser tan flexible, por qué el de la contraparte continúa tan rígido, a conveniencia. ¿Quién dijo que ella quería un macho alfa?

Descontenta con su cansancio, el par de ojeras verdes y la imagen de su esposo frente a la televisión, sabe que le toca librar una “guerra” legendaria. Casi épica. Anclada sobre patrones tan injustos que no pueden crecer bajo la sombra de los afectos. Ella se sabe aún en tierras de injusticia, por eso evita siempre mirarse al espejo.

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