Raúl Aldana Álvarez evacuado

Las Tunas.- Había una sensación que no se podía borrar: la cara del ciclón Flora, el agua que lo tomó todo en 1963. Raúl Aldana Álvarez, de 72 años, perteneciente al poblado de Guamo, cuando le dijeron que Melissa venía fuerte, esa imagen volvió de golpe y lo obligó a decidir con rapidez. No era solo por miedo, sino por la memoria de lo que pasa cuando uno se queda.

“Las informaciones empezaron temprano y se repitieron sin parar. En la casa se hablaba de fuertes vientos, de ríos que crecen, de lluvia que baja de la montaña y se junta en el Cauto. Yo lo oí todo y se lo fui repitiendo a los míos: ‘Hay que salir’. Salimos con lo justo, con lo más ligero que podíamos cargar, porque lo demás se puede recuperar, la vida no. Teníamos que ir a un lugar seguro”, relata.

Tomaron el tren como quien se monta en una esperanza. “En plena marcha hubo problemas técnicos. Sentimos el tirón, los coches detrás frenaron; el vagón se sacudió y por un momento todo pareció que se iba a torcer. El agua nos rodeaba, se veía la corriente cerca de las vías. Alguien dijo que parecía un descarrilamiento, pero seguimos. Hubo miedo. Cada paso siguiente se dio con cuidado y con la angustia de quien no quiere mirar atrás”.

El río fue aumentando como una pared que avanzaba. No se detenía. Llegó a cubrir desde la vertiente hasta más de un kilómetro de terreno, dejó el paisaje igualado con el afluente. En la carretera, en los caminos, la vista devolvía árboles a medias, sumergidos y casas ahogadas a la altura del techo.

“En Jobabo nos detuvimos un rato y después seguimos hacia Las Tunas. La llegada fue un respiro aliviado. Las provincias hermanas y los vecinos organizaron comida y atención. Ver a la gente trabajando, recibiendo a familias y dando lo necesario nos calmó un poco. No es un sitio para permanecer de por vida, pero sí para recuperar la calma y empezar a pensar en el regreso”.

Al principio, Raúl había considerado quedarse en su casa. Se sentía con experiencia, llevaba la lluvia y las tormentas en la memoria, creyendo que con cuatro vecinos y una lancha se podía aguantar. Pero la noche anterior se convenció de lo contrario: quedarse por costumbre o por orgullo era un peligro. “Les dije a los míos que se fueran y que no miraran atrás. Las cosas materiales se reemplazan, la familia no.

”Dejamos lo que pesaba y lo que podía esperar. Ahora la duda es si el agua alcanzó justo donde pusimos algunas de esas cosas o si quedaron a salvo. Cuando regresemos iremos a medir las pérdidas y a recoger fragmentos de vida. Lo que se perdió tendrá un precio distinto para cada uno, pero lo primero es poder contarlo en voz alta y estar vivos para hacerlo”, reflexiona.

Caminar por los albergues de la escuela Rita Longa y ver a otras familias hace pensar en todas esas decisiones que se tomaron en minutos. Ver a abuelos con la mirada puesta en la nada, los niños que no entienden por qué cambiaron su casa por una colchoneta; ver vecinos que compartían una ración de comida y una palabra... En esos instantes entiendes que la catástrofe no es solo el agua, es el tiempo que deja fuera de lugar la cotidianidad de la gente.

“Cuando vuelva a Guamo no sé qué encontraré -confiesa Raúl-. Supongo que veré calles con árboles tirados, muebles dañados, recuerdos húmedos que habrá que secar. Pero también confío en que veré manos amigas dispuestas a ayudar, a levantar tablas, a limpiar patios”.

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